Ahí tenemos al escritor huidizo, al escritor convertido en personaje. A nuestras letras hispanas le falta un escritor invisible, del que únicamente sepamos por lo que van diciendo sus palabras impresas en un libro. Además las historias de estos genios ermitaños dan mucho juego en el cine. Los americanos son gente muy avispada para fundar géneros allá donde sólo hay chispas, gestos. Ese merito tienen. Aquí nos obcecamos en agotar esos retazos, esos indicios de vida detrás de la mano que escribe, sin afinar esa querencia por lo novedoso. Pienso en Epílogo (1984) film de Gonzalo Suárez, un raro y exquisito caso de hombre de letras metido en mover una cámara o viceversa y que se expresa con soltura en ambas disciplinas. En Epílogo dos escritores se enamoran de la misma mujer. Ditirambo y Rocabruno, que escriben juntos, terminan separados y uno busca a otro para extraerle una última historia. Basada en sus novelas Gorila en Hollywood y Rocabruno bate a Ditirambo, Epílogo tiene la virtud de ofrecer un material vírgen. A mí me fascinó siempre el hallazgo fonético de los nombres de los escritores. Rocabruno. Ditirambo. Esa sonancia magnífica invita ya a leer o a ver cine. La primera ocasión en la que me planteé escribir una novela, y juro que el empeño me duró dos semanas y hace de eso los suficientes años como para haber olvidado casi del todo la empresa, tardé más en buscar nombres a mis personajes que en pergeñar un argumento. Camilo José Cela, al que leo cada día menos, o casi no leo, tenía el ingenio vivo para poner nombres a sus criaturas. Lo que sí hice una vez, y disfruté horrores, fue bosquejar un inventario de nombres de altas resonancias fonéticas, digamos. Lo hago ahora en el Breviario de vidas excéntricas que dejo por aquí de cuando en cuando. Ditirambos y Rocabrunos de cosecha propia. Como es costumbre en mí, deseché el trabajo nada más terminarlo y ahora he perdido la posibilidad de rescatar, a beneficio de chanza, algunos de esos nombres. Igual que Wittgeinstein sabía el inefable concurso del lenguaje para la construcción de la realidad, no se puede obviar nombrar las cosas para poder ingresarlas en esa realidad recién alumbrada. La novela fracasa cuando no cuenta una historia sino que la explica. Un género lo es en cuanto se enfrenta a otro. Vuelvo a Cela, que decía que la novela podría ser todo aquel libro que en su portada admite la palabra novela, pero pierdo el hilo que tira del post y me doy cuenta de que hoy es mi primer día de vacaciones y la tensión lingüística (o dramática o narrativa) casi no existe. Ditirambo y Rocabruno podrían ser un solo escritor o incluso un solo personaje. Uno y otro están conferidos de un mismo aliento, que es el de la extravagancia (en la novela más notoria esa circunstancia) o el de la pulsión creadora, asunto que preocupa al propio Gonzalo Suárez de un modo explícito. Acontece la historia con su brizna de dispersión y hasta esa fractura se advierte precisa, buscada para que se realce la locura que los ocupa a ambos. Confundo la novela con la película. Se entrelazan. Me vienen imágenes que pueden ser de una o de otra o invención de mi febril memoria. Recuerdo al viejo José Rocabruno, agotado y huérfano de inspiración y al joven José Ditirambo, efervescente e ilusionado. Luego han pasado los años y se retrae uno de volver al libro o a la película. Cuenta la posibilidad de que su enseñanza más perdurable, la de crear, la de ser alguien que fundamentalmente crea, no flaquee. Seré yo Rocabruno o seré Ditirambo. Ahí están los dos. Reclamando que los escuche. Uno batirá al otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario