Soy de la Marvel donde otros dicen ser de derechas o de la cofradía de su barrio, de su equipo de toda la vida o de la pasta italiana. Lo soy sin estridencias. Las andanzas de Peter Parker por Nueva York amenizaron las mías por la plaza Zaragoza y la calle Jaén cuando era pequeño e impresionable. Se me podía preguntar por todos los malvados que atizaban a Spidey en los callejones y los nombraba sin error, uno a uno, relatando sus poderes y el atuendo que llevaban, pero me gustaba Kingpin por encima de los demás. Lo que nunca hizo Stan Lee fue darle cancha a Kingpin. Le relegó a números sueltos cuando se merecía una franquicia para él solo. El Duende Verde, el Doctor Octopus, El Lagarto, El Hombre de Arena, El Buitre, Electro, Rhino, Misterio, Venon o Kraven El Cazador eran villanos de segundo orden. A mi hijo le extraña esa pasión mía por Kingpin, ese mafioso de doscientos kilos de puro músculo y dos metros de altura, carente de superpoderes, trajeado con chaqueta blanca, bastón, inflexible, locuaz, instalado en el confort de la alta sociedad, ejerciendo el mal con cierta elegancia aristocrática, emperrado en derrotar a su archienemigo (cómo adoro esa palabra comiquera) Daredevil. Kingpin es un ser depravado y un mafioso refinado y con esmero en el decir. Tiene Wilson Fisk un año menos que yo así que le puedo tutear, contar con él como si fuese un amigo de la infancia, tenerle al tanto de cómo fue todo entonces y de cómo va ahora, creo que puedo permitirme esa cercanía. Se le forjó a imagen y semejanza de Sidney Greenstreet, al que se recuerda sobre todo por sus papeles en El halcón maltés y en Casablanca.
A la juventud de hoy, entre la que me incluyo cuando me conviene, le fascina un mal distinto al que yo me inclinaba cuando era joven. La culpa la tiene la MCU o la tienen los blockbusters repartidos por todo el mundo, serán la misma pecuniaria cosa. En los últimos setenta, cuando yo compraba los cómics del trepamuros, el cine todavía no había descubiertos las bondades financieras de los superhéroes. A mí, Superman, el primero de un amortizado elenco, nunca me entusiasmó. Era de la Marvel como otros son de la DC Comics. Me da igual que Nolan haya salvado a Batman del olvido (lo único soberbio que ha hecho desde Memento) y su trilogía sea fantástica en casi todo (la última flaquea en narrativa). Uno es de Peter Parker y de Kingpin por respeto a la memoria y ya está. Le importa escasamente que este reflotamiento reciente de la figura de Spiderman no haya cuajado lo más mínimo y se balancee entre el cine de héroes para adultos y el palomitero sin pretensiones que mueve masas de adolescentes a los centros comerciales para ponerse hasta los ojos de hamburguesas después de la proyección. Viva Sam Raimi, dije al salir de su Amazing Spiderman. Luego vino Kafka y vino Borges, la poesía renacentista y Humbert Humbert recorriendo los moteles de la América profunda con su preciosa Lo-li.ta, pero antes de todo eso, antes de que me atrapara y me atrofiara, la edad hace eso, yo gritaba por las calles del Sector Sur en Córdoba: “viva Stan Lee, viva John Romita Sr., viva Kingpin"
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