En la sonrisa de las mujeres estriba su entero encanto. Fuera de esa circunstancia, lejos del mecanismo meramente muscular que atiranta la cara y la lleva a ese forzamiento pertinente, no poseen atractivo alguno. Casimiro Orozco mantuvo esta opinión durante años y no hubo nada que lo indujera a modificar un punto sus convicciones. Y eso que su espíritu, por natural abierto y receptivo, buscó evidencias de lo que, a todas luces, no debía ser sino un error de los sentidos, una especie de anomalía de orden estrictamente estético. Entiéndase: no era enemigo de las mujeres. Tampoco misántropo, como sugiere Eduardo Céspedes, su amigo de confidencias, siempre tan preocupado de sus asuntos y tan escasamente pendiente de los ya muy patéticos suyos. Quien dice la sonrisa de las mujeres escriba el amable lector la de los hombres. Perdió Casimiro la confianza en el género humano como perdió a su madre en un resfriado mal curado al que todavía culpa de todas las fatalidades que más tarde han convertido su vida en una epifanía de la fatalidad, en un triste ateneo de cuadros en las paredes y discos que desgranan boleros y barcarolas, tangos y copla, que son los géneros que más se ajustan a su fatiga espiritual. Ayer lo confesó en un descuido. No abundan. Lo transcribo.
“Me da insoportable grima esa clase de mujeres que sindicalizan el verbo y se dejan bigote en la voz. Me aterra que no se afeiten la axila, pero mi amigo Eduardo me ha contado que a él le sucede exactamente lo contrario y no tiene pudor en manifestar su elevada consideración hacia el género femenino, aunque luego –esto también es una confesión– ninguna de esas heroicas féminas tenga el detalle de dejarse manosear cuando el muy imbécil despliega lo que imagino las precarias y primitivas maneras de galán que se le adivinan en la barba a medio afeitar y en su papada de cinco centímetros, fruto de su amor por la buena mesa y el nulo ejercicio. Cuando llega el verano, en las piscinas públicas a la que voy por error, la circunstancia de la pereza depilatoria alarma mi sensible asombro –siempre cautivo de mi causa– y algo me hace levantisco y hasta maleducado. En una ocasión me envalentoné con una señora particularmente desagradable, pidiéndole, con buenas maneras al principio, que considerara rasurar las zonas más hirsutas. Hágalo por decoro público, le dije. Entonces me arrojé al agua para no afrontar la ira de mi interlocutora. No saber nadar coarta esta épica diminuta, pero luego salí de la piscina ufano de mi proeza, armónico y feliz, alcahuete de mis vicios. Esta impericia mía en el agua y la fragilidad de mi corazón son herencia de mi madre, que en paz descanse. Cuando enfermé ya más gravemente, Eduardo insistió en que me procurara una enfermera. Gracias a Dios y a los ahorros de mi madre, tengo medios para permitirme ese exceso sanitario. Su hoja de servicios era impecable. Su parlamento la adscribía a un sector alcista de mujeres que, con título universitario y tablas en el manejo de las maneras sociales, esgrimen a cada momento su idoneidad para todo, lo bien preparadas que están y la suerte que hemos tenido en toparnos con ellas en ese momento de nuestra vida. Una fiebre incómoda me apartó del oficio que últimamente más me agradaba: considerarlas como el enemigo que ha entrado en casa, como la bestia invasora, disfrutar con la idea de encarármela un buen día y mandarla a la calle con su cheque entre las tetas. Como Elsa Lanchester arrimando pastillitas a Charles Laughton en Testigo de cargo, sólo que yo no tenía querencia a los licores y estaba firmemente conjurado a no dejar que manejara la casa más tiempo del preciso. La fiebre iba y venía y un dolor intrigante a mediaespalda requirió el concurso de un médico amigo de mamá y más interesado en mi cura que en cubrir un expediente o en ganar un dinero. No hizo mucho, desafortunadamente. En todo caso, desanimó mi creciente felicidad por despedira la enfermera cuando alabó sus mañas y dio vivas muestras de confiar en que no me desprendiese de ella porque ella tenía “la llave de mis males”. A medida que mi enfermedad remitía, crecían mis desaires ante su persona. Logré, al final, mi perverso propósito y un festivo día, empujada por la ira y la animadversión que yo había procurado que tuviese hacia mi persona, me insultó sin reparos, yéndose por voluntad propia y rechazando el pago de los días por adeudar. Empresa franqueada. Vino otra y tras ella todavía algunas más. Todas con ese encanto en la sonrisa, pero fuera del gesto, bordeaban la indisciplina, escoraban su gracejo en la charla al más infame cotilleo de escaleras de vecindonas y, lo que es más importante, no parecían, a diferencia de la primera, sentirse molestas porque yo no les hiciese ni el más mínimo caso. Una hasta me incomodó el almuerzo al dejar ver su boscosa axila encima de mi sopa juliana. Un amago de arcada devastó mi apetito y no probé bocado hasta bien entrada la noche. La ilusión de que mi vida ha sido una zozobra continua ha escoltado siempre mis pensamientos más profundos. Esa pena y el dolor en la espalda laceraron mi alma inextricablemente durante aquellos días. En los vaivenes de la voluble fiebre, entre una acometida y otra, me dije que la peregrina idea de buscar, fuera de la imposible sonrisa, algún encanto en las mujeres podría salvar mi salud y mi ánimo. De verdad que lo pensé con toda la seriedad que el asunto merecía. Pasaría por alto la indecencia depilatoria y hasta me dejaría engolosinar, como Eduardo, como otros hombres, en el arrimo del deseo. Al fin y al cabo, mi madre consintió el comercio carnal con mi padre y hete que al mundo fue alumbrado un muchachito pequeño y díscolo, cabroncete ya en la edad provecta, pero razonable si se me explican las cosas con el debido argumentario. La quinta –o fue sexta– enfermera encontró aun hombre distinto. La compañía que las enviaba tuvo el detalle de mal gusto de entregarme una carta certificada en la que expresaba su disconformidad con mi excesivo grado de exigencia. Injustificado, según ellos. La esperé excitado. Parecía una cita. Incluso pensé que pudiera serlo. Me aseé con delicado esmero, me enfundé la bata más glamurosa y hasta recogí papeles, periódicos y trastos de andar por casa que afeaban la entradita, donde debía recibirla y darle el rutinario inventario de obligaciones, el clásico intercambio de protocolos. En esta reflexión, sonó el timbre. Fue un timbre a lo Haëndel: con abundancia de artificio, perlado de la trompetería más sublime, con pompa y abrumadora belleza. Siendo el mismo viejo timbre de siempre, el que principiaba los tediosos parlamentos con Eduardo o la acometida insidiosa de vendedores de enciclopedias o vecinas alarmadas por el volumen de la cadena de sonido, ahora era Haëndel o quizá Haydn o los dos en comandita en una gran sinfonía acuática que enardecía mi seco corazón de viejo ya un poco chocho y cada vez menos comprometido con las convenciones sociales. Un trino limpio me llevó a la puerta. Abrí. La fiebre va y viene. La espalda me está devastando el entusiasmo. Albergo tétricas conclusiones sobre lo que me espera tras la puerta. Abrí, he dicho. Un hombre alto y rubio como la cerveza me alargó una mano cuidada y escasamente huesuda. Olía a caros aceites de coco como los que usaba mi idolatrada madre y desplegaba una de esas sonrisas de gladiador invicto de las estupendas películas a lo Cecil B. de Mille. Ahí supe que mis achaques podían tener freno"
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