2.7.22

183/365 Ernest Hemingway

 



De Hemingway aprende uno a apreciar la concisión, la frase corta, la elipsis, ese contar con absoluto conocimiento de lo narrado. Era el hombre enfrentado a un mundo en el que sólo cuenta la épica, la furia, el músculo. La brújula que marcaba el camino a Hemingway estaba untada de testosterona. Cuesta substraerse del personaje y entrar únicamente en el escritor. Los hay que construyen personajes de ficción de menor rango dramático o lírico o psicótico que ellos mismos. Gente por lo común afectada por dolencias que otros ni siquiera advierten. A Hemingway le afectó un padre suicida y una madre opresiva. No creo que se precise el concurso de estas circunstancias para forjar un escritor como Hemingway. Tampoco que haya que irse de este mundo después de haber paseado por el lado salvaje durante los días en que vivimos en él. El abismo siempre cobra su peaje. El de Hemingway no se palió con el reporterismo o por la literatura vivida a ras de sangre en la Cuba precastrista o en la España de la espantosa Guerra Civil. 

El veneno anduvo por ahí adentro hasta que el alzheimer galopante o los miles de daikiris, martinis, vodkas y whiskies terminaron de estragar el cuerpo de este estajanovista de la escritura, preocupado siempre por escribir mejor. Contaba que podría medirse en un ring de boxeo con ciertos escritores a los que admiraba, pero que había otros (Tolstoi, Chéjov) con los que no duraría ni un asalto. Todo lo medía en términos de músculo. La propia fiebre que le condujo a visitar como un peregrino los sanfermínes o que le hizo practicar la caza, la pesca en alta mar o sentirse como en casa en un frente bélico, sintiendo a diario la gloria y la infamia. Las batallas se producen siempre en el corazón, debió pensar. Por eso no pudo resistir (quién sabe) que el suyo se adormeciera o que la enfermedad le restase hombría, capacidad para afrontar el peligro, salir indemne de su influjo y sentarse en una buena mesa de madera, sacar su máquina de escribir y registrarlo todo. Se construyo a sí mismo por encima de lo que dejó escrito y selló al modo en que los escritores cierran sus tramas la vida que tanto amaba y que tanto le había entregado.

Anoche volví a leer algunos cuentos suyos. Me sentí defraudado en parte. No me estremecieron como antaño. Pensé en que hay tener cierta edad para dejarse apresar por la violencia de un escritor, por su magnetismo animal, marcado en frases lacerantes, en escondidos secretos que uno desvela a medida que se hace con los símbolos y con los trucos de la escritura. La de Hemingway era de un laconismo proverbial, de ése al que uno se afilia de más joven porque reconoce que el buen escritor (el de verdad, el mineral y el honesto) no se esfuerza en absoluto en lo que hace y lo deja ahí caído a beneficio de la parroquia habitual que espera la revelación de la dicha. Decía que me sentí defraudado en parte. También me pasó con Borges, con Cortázar, con Poe, con Lovecraft, con London. Con toda esa alta literatura que agarré al principio de todo y con la que me sentí en deuda eterna. Sigo estándolo. El que está sintiéndose un poco ya viejo y cansado tal vez sea yo mismo. No es una dolencia caprichosa, útil para cerrar este escrito: cambiamos conforme crecemos, no tenemos a veces nada que ver con un posible yo que fuimos, no está, desapareció en el combate desigual de los días. Vean a Ernesto amenazando al personal con la escopeta. Está escribiendo. En su cabeza está montando frases, hilvanando una trama, buscando un título para un cuento.

Hemingway canceló su paso por este mundo una vez que lo abrió como a un melón y hocicó en su carne la boca y el estómago detrás. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado, dice Santiago, el pescador de El viejo y el mar, ese hombre que posee la dignidad de todos los hombres y se envalentona como si fuese el único hombre ante la adversidad y ante sí mismo. Lo de lis daiquirís (así lo pronuncian los cubanos)  en el Floridita o lo de los safaris en Kenia o lo de los toros en San Fermín debe tomarse con cautela. Incluso con distancia. Cuenta más la literatura, aunque Hemingway fuese su personaje más literario. Al cuarto intento logró suicidarse. El cañón en la boca. El humo. La sangre. El fin como otra frase corta, de ese lacónico pulso.

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