10.7.22

191/365 Vic Mackey

 


Farmington es un barrio de Los Ángeles que no existe en donde los pederastas, los traficantes, los asesinos, los ladrones, los pervertidos, los extorsionadores, los navajeros, los toxicómanos, los torturadores o cualquier voluntario para delinquir, pecar o cruzar la línea que separa lo correcto de lo que no lo es se cree autorizado a perpetrar las atrocidades que su necesidad o su ingenio urdan para comprar un buga nuevo, seguir metiéndose costo caro o medrar en la escala social y poder codearse con el resto de la escoria y labrarse un nombre en las calles. En una de ellas hay una iglesia reconvertida en comisaría en la que una unidad de asalto cuida de que los malos se contengan y no alarmen a las autoridades más de la cuenta y así el negocio funcione. La llaman La cuadra (The farm en inglés original). Vic McKey es el amo de Farmington, aunque no posea ninguna prenda que lo demuestre ni haya que rendirle pleitesía a su paso como si fuese un emperador recorriendo a caballo sus dominios. Dentro de la comisaria ruge la misma bestia que afuera. El equipo de asalto es una unidad corrupta, eso se puede deducir a poco que arrancan las historias, una por capítulo, algunas trenzadas en varios de ellos. Como los soldados cuando ocupan los escenario de la guerra, Vic y los suyos enloquecen y proceden al modo en que lo hacen los locos si se les deja o si eluden la vigilancia de los cuerdos. Los ciudadanos de a pie desean tener un tipo como Vic en las calles. Les hacen salir de casa sin temor a que a la vuelta la encuentren desvalijada o saber que sus hijas no serán atropelladas por un fulano hasta arriba de coca. Vic se encarga de que la ciudad duerma en paz, pero esa misión cobra sus peajes. Si alguien se encomienda retirar todos los escombros, Vic será el trozo de piedra más grande y habrá cien pegadas a ella, como si fuesen la mismísima argamasa de la que está hecha la ciudad entera. Porque Vic es un ángel caído y Farmington es una sucursal del infierno. Los teólogos compondrán sus ensayos: en ninguno se le darán las gracias, no habrá nadie que le estreche la mano y exprese su gratitud por los favores recibidos. Contará en su contra el inventario de abusos con los que se valió para que la seguridad (con su taco de billetes en mano) dejara sin argumentos a la ética. Como si habláramos de estos tiempos y de todas las amenazas que sobrevuelan nuestras cabezas a diario y con las que trasegamos sin que sepamos con certeza si dejarlas planear o si confinarlas en un sótano bajo todas las llaves del hierro más severo. 

The Shield es una consecuencia del clima de miedo que sobrevino tras el 11-S. El mapa de la paz nunca ha sido tan borroso. Lo enturbian los bárbaros de afuera y hasta los pacificadores de adentro. Lo que enuncia la serie es el relato de esa reconquista. También la imprecisa frontera entre la heroicidad y la ruindad. Vic es un héroe y es un villano. Sacrifica una vida placentera con una nómina fija y barbacoa los domingos en el patio por procurarse su dosis diario de adrenalina. En cierto modo, todos los que velan por nuestra seguridad renuncian a la suya propia: he ahí la naturaleza proteica del héroe. Los hay que actúan como tales sin interrupción. Pueden salir a tirar la basura y que un hijo de puta los ajusticie con una bala en la nuca mientras nosotros hacemos la ensalada de la cena y pensamos en si el reloj de la mesita de noche tienen pilas. No hay con qué pagar a quien evita que seamos nosotros los que están en la dirección de la bala. De ahí que el Strike Team de The Shield se arrogue la figura de la impunidad: se saben invadidos por el mismo cáncer que los monstruos a los que abaten, pero ellos mismos son también monstruos y es esa la única herramienta con la que anticiparse y derrotar al mal que encuentran. La serie bascula entre lo áspero (brutal esa aspereza, dolorosa si no estás prevenido o hasta si se te avisa) y lo poético. La posible justicia tiene el hedor sublime de las cosas abocadas a la tragedia. Sabes que nadie saldrá indemne y cada episodio te informa de la orografía de la devastación. Rodeo Drive es el oro de Los Ángeles, pero no habría oropel ni pompa si no se cercasen los barrios de la indigencia, todas esas zonas en las que únicamente cuenta sobrevivir. Vic es el guardián de la periferia. Nada sucede que él no considere si le beneficia o lo perjudica. La misma testosterona que circula por la sangre de cualquier personaje ocupa la del espectador, que es un testigo continuamente asombrado de la narración, que nunca flaquea (siendo siete temporadas) y que, en tramos, por estrictas necesidades de paz, avanza con algo parecido a la templanza, pero toda ese remanso de armonía inocula el mal por venir, la encarnizada batalla entre los delincuentes y los que (siéndolos) cobran por enchironarlos, si no por apiolarlos sin más. 

Vic Mackey es cuanto un aficionado a las series desea para que su hambre de acción no decaiga. Cuanto más se atrofia y desencaja, cuanto mayor es el veneno que lo recorre, más perdura. Una vez que se cierra la trama, cuando la historia no admite alargamiento y todas las piezas se ensamblan, cunde una orfandad que no cree uno poder sobrellevar. El final de The Shield es el mejor que ha dado cualquier serie televisiva. Sin discusión. Es el cierre perfecto. Ni siquiera es un final feliz, no habría manera de que pudiera haber uno. Esa felicidad atentaría contra todo lo que hemos visto durante siete temporadas. No hay piedad en él. Ningún atisbo de misericordia se entrevé en la escena en que el policía fajado en las calles, hecho a romper o a que le rompan, se encuentra de pronto consigo mismo. Es el momento en que descubres que todo el mal que has causado te ha pasado la factura más alta: no porque te hayan pillado y pagues el daño, sino porque tú eres el juez más severo y la soledad (esa soledad en la oficina cuando la cabeza empieza a componer lo que va a ser el resto de tu vida y no te agrada) invita a todos los demonios con los que has tratado. Y Vic ha conocido a muchos. Él es el más cercano. Casi ninguno que ahora recuerde ha logrado que se le aprecie más. Porque duele lo que le duele a Vic. Mackey no es un poli. ¡Es un Al Capone con placa!, dice Aveceda, su jefe en La Cuadra. Y los mafiosos no se andan con delicadezas. Lo que más les importa es que se sepa hasta dónde pueden llegar. Si se arredran cuando hay que tomar decisiones difíciles. Si un muerto o treinta les hace despertarse en mitad de la noche y no volver a conciliar el sueño. Vic duerme a pierna suelta. Tiene la pistola reglamentaria a mano. Cuidará de su familia (dos hijos autistas, una esposa ciega, aunque no durará eso toda la trama) y será uno de esos contribuyentes de expediente pulcro con el que se pueden tomar unas cervezas y charlar sobre baloncesto o sobre mujeres. Pero la noche que se ve tras los cristales de la oficina le hace pensar en lo bien que se lo pasó, en cómo echa de menos a su familia (la de los asaltos y las balas) y lo que hará para que todo ese vértigo en la boca del estómago regrese. 

 

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