Pessoa dijo nacer en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios por, curiosamente, la misma inargumentable razón que animó a sus mayores a abrazarla. No sabe creer, continúa Pessoa. Anoche, cuando el sueño me venció y dejé de escribir, noté que un ánimo renovado me impulsaba a no abandonar cierto estado de extraña creatividad que suele visitarme cuando no tengo ánimo de hospedarla. Hoy, tomando un café en una terraza, mientras observaba la gente ir de un sitio a otro, me sobrevinieron unas líneas de un poema, no más de dos, las que lo abrirían. Lo apunté en el móvil y apuré la taza en la certeza de que de ahí podría más tarde imponer a la realidad (eso decía Borges) mi ocurrencia. Me agrada usar ese sustantivo: ocurrencia. Es de una liviandad que deja claro su poca consistencia. El hecho de que salgan en tromba y las palabras se anuden unas a otras sin que yo pueda a veces darles asiento me parece todavía un milagro, una especie de don que todavía no me ha abandonado. Pensé en qué haría si un día cesara esa voluntad y no tuviera de qué escribir o, caso de que cundiera el empeño, no diese con el modo, con la costura de las palabras. No sé creer en mí, lo cual es una manera estupenda de continuar indagando. No sé si creo en Dios, pero estaría encantado de que su claridad me invadiera y colmara. Acaba el año sin que ninguna epifanía digna de crédito reformase mi incredulidad antigua, pero insisto. No es que desee, no es que haya un plan para acercarme a esa revelación, pero escribir me sirve para conformar la casa en la que ese prodigio (debe serlo) hará entrada y yo le rogaré que no me descuide. Ha sido un año duro. Me envalentoné a escribir una especie de diario y he cumplido a medias. No ha salido un texto al día, eso habría querido yo. No sé qué haré cuando el calendario me diga que ya es enero. Algo se me ocurrirá.
30.12.21
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