Tiene uno a veces la ocurrencia de hacerse pasar por otro y, en ese fingir creativo, ver qué tal se anda en zapatos ajenos, como dicen los ingleses. Esas licencias no siempre salen airosas. Hay trabas, pequeñas o grandes objeciones que malogran la prosperidad del empeño. No sucede eso con la literatura, con la ficción que hace real lo que no lo era, con la más genuina esencia de una divinidad caprichosa que en un arrebato de tedio manuscribiera su relato. Tengo en la memoria libros memorables de Felipe Benítez Reyes en novela y en poesía. Los vanos mundos (título impecable) fue el primero que leí, hace de eso no sé cuántos años. Por ahí debe andar, es cosa de poner en orden la biblioteca. Luego recuerdo, en novela, El novio del mundo o El azar y viceversa. Hasta leí, cogido de una biblioteca, Bazar de ingenios, una colección de entregas periodísticas. Con todo, le tengo un cariño especial a Vidas improbables, una especie de probatura poética en la que el autor se hace pasar por poetas a los que, de modo menos velado de lo que parece, rinde entusiasta homenaje en un palimpsesto alegre y también severo, confiado a que el lector hurgue y dé con la clave velada, la del fragor lírico del autor mencionado. Me lo recomendó J.A., un amigo gaditano, cómo no, en la idea de que, por lo hablado en un café, me agradaría. Así fue. El libro ha estado presente en mi memoria y ha estado ausente, quién podría saber cómo funciona esa cualidad de fantasma de los recuerdos. Es curioso que piense, más que en otros poemas de ese libro, en el que dedicó a Borges y que, probando aquí y allá, me ha entregado algún algoritmo también fantasmal del glorioso google. El juego que hace Benítez Reyes sería del agrado del mismo Borges, igual de conjetural y de atrevido en los recorridos y en los meandros de la literatura. Qué atrevimiento mayor que el de Pierre Menard, autor del Quijote, pienso ahora. También tiene uno la ocurrencia de ejercer de antólogo privado y, de hecho, no hace otra cosa cuando rastrea su biblioteca y escoge un libro de entre tantos o recorre un volumen de poemas y, leyendo uno, cae en la cuenta de que otro le está reclamando, aunque sea en otro libro, en otro autor. Va así la lectura ejerciendo su secreta función de vuelo o de inquieto juguete del que se extrae, cuando concluye su representación, la invitación a continuar leyendo, a no decaer en el ánimo de que lo leído nos traspase y aloje adentro. Ahí, en ese interior no siempre presente, estaría Platón, el poema en el que se hace tributo a Borges y que, leído como merece, contiene a Borges inapelablemente. Poetas apócrifos, uníos, acudid al antólogo que os encuaderne y publique. Cuántos poetas habrá dentro de un poeta, leí una vez. En este libro hay un buen puñado y todos nos dicen que no son de verdad. Ni tal vez el urdidor primero lo sea y por su voz emerjan todos los poetas que lo han poblado. Así la literatura o así la vida. Somos, entre las sombras, otra sombra. Las nuestras no serán vidas del todo improbables, pero son frágiles y se pierde el sentido que las empuja, la naturaleza de su empeño.
PLATÓN
Jorge Luis Borges
Desde su sueño en vilo un hombre urde / la leyenda del alma y la caverna, /de los dos que son uno y de esa eterna / abstracción del amor. Nada le aturde: / su épica es la busca laboriosa / de un espejo perfecto que deforme / la imperfección de sombra de la informe / figuración del ser, que a cada cosa / otorga una apariencia engañadora. / Sabe que el universo es una puerta / que abre otro laberinto. Está desierta / la noche sin su luna. Ve la aurora / a un griego que divaga y que se asombra / de ser entre las sombras otra sombra.
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