12.12.21

Principio y fin

 Abundan las historias en las que se engrandece el comienzo. Se les da un tono épico o bíblico o fundacional. Cosas del tipo: Al principio era la oscuridad y la luz se fue haciendo paso hasta que la cubrió. Todo expresado así, con contundencia, dando aviso de que se está asistiendo al inicio de algo extraordinario, mayor y más hondo que nuestra presencia accidental, razonablemente accesoria, poniendo el esmero y el énfasis en sublimar, en dar empaque mitológico, en registrar la épica, que es la naturaleza más íntimo de cualquier relato histórico. Lo que no ha alcanzado esa obstinación literaria, esa especie de género en sí mismo, es el fin. El comienzo siempre ha sido sobrevalorado. Se puede decir que los adeptos de conocer el origen ganan a quienes desean conocer el destino o el futuro o el porvenir. Queremos saber qué hubo antes, el lugar de donde proceden las narraciones. El final, la conclusión, interesa de un modo accesorio. Siempre se puede urdir una propia, pero es el arranque el que entusiasma, el que atrapa y fideliza. En literatura, en la rendición de la novela, la clásica, la actual, hay una inclinación a que todo fluya y nada desentone, a que el comienzo, el nudo y el desenlace vayan bien hilados, convertidos en un todo limpio.

Todos recordamos grandes principios novelísticos. Sabemos cómo empieza el Moby Dick de Melville o Historia de dos ciudades de Dickens (uno de los favoritos que yo conozco) o Cien años de soledad de García Márquez. Se nos escapa (no hemos querido poner la suficiente atención) el final de todas esas narrativas. La manera en que acaba es secundaria, aunque parezca que reclama un lugar de privilegio y todo conduzca a ella. Los finales, por necesarios que sean, no tienen el peso metafísico de sus progenitores, los inicios rotundos, esas frases que se te impregnan y de las que ya no sales. Del fin, el fin considerado como un cierre, interesa la posibilidad de que contenga alguna vía por la que penetre el aire e insufle de vida al cuerpo recién fallecido. Queremos continuar, darle un cuerpo nuevo al cuerpo recién sacrificado.

Queremos que Lolita no acepte a Humbert Humbert, pero tampoco nos satisface que viva esa vida mediocre, con un marido insulso, sin sustancia, que sólo ha sabido dejarla embarazada. Cuando Nabokov cierra su novela lo que el lector desea es que no acabe. Yo he inventado finales que me agradaban más que el estipulado por el autor. El final es una trampa, el fin es un pacto que no ha sido consensuado por las dos partes, el fin es cualquier cosa menos una liberación. Las novelas tienen dos autores: el que levanta acta con las palabras y el que, leyendo, arguye caminos nuevos, vías por las que la trama puede avanzar. Los cuentos no acaban nunca. Tienen un arranque, pero no precisan un finiquito. La vida es una trama novelística más. La literatura lo acapara todo, no hay nada que no sea capaz de succionar, no existe ninguna otra consideración. La singularidad irrepetible del comienzo del cosmos (ese latido primero, ese ruido iniciático, esa explosión lírica y cruel) es lo que de verdad nos importa. Tiene también intriga entender cómo se expande o si ese ahondar en el espacio y en el tiempo tendrá un latido postrero o un ruido póstumo. Tiene morbo comprender esa inercia que indagar en el tímido arranque. Quienes siempre supieron esto son las religiones. No se preocupan del infinito pasado, sino del infinito futuro. Queremos saber si Lolita llegará a vieja. Si al final el capitán Ahab se reconcilia con la naturaleza y con el destino y entiende que la ballena blanca y él son la misma extraordinaria cosa y que uno y otro poseen idéntico hálito, que hay un pulso de vida o de muerte (qué más da) que los propulsa y guía y justifica.

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