Cuando era niño, me encariñé de un atlas de modo que aprendí a leer nombres de ciudades búlgaras o de ríos franceses a la vez que aprendía a leer las primeras palabras en nuestro bendito castellano. Lo cuento con la intención un poco topológica de trazar un mapa posterior del que yo soy vasto territorio y en el que aún (sean muchos los alños que resten) y en el que fatigo lugares y ellos me guían y me confortan. En mi porosa memoria se iban acumulando las palabras, todas nuevas y ricas (gato, Vladivostok, pluma, robot o Idaho), sin que ese absurdo o providencial mejunje semántico me causase zozobra alguna. Bien al contrario, me asistían en novicio gozo, en limpio descubrimiento. En el patio del colegio sacaba el atlas, que era un tocho bien gordo, uno de Santillana que todavía guardo, regalado por mi tío Alberto, y pasaba el dedo por los Urales mientras que mis amigos jugaban al fútbol a lo lejos, mirándome como el bicho raro que supongo que creían que era. Creo recordar (es brumosa la memoria) que aplazaba el vicio de los mapas y me metía en el partido, con entusiasmo, con loco afán de juego, ejerciendo con las artes disponibles lo esperado entre mis amigos.
Con mis gafas de pasta, mi flequillo lánguido como un visera desordenada y una delgadez extrema que años después compensé fantásticamente, el niño con el atlas era un ejemplar curioso, al menos. Sabía las capitales del mundo y memorizaba todos los países de la costa pacífica de América. En orden: de arriba a abajo, sin desmayo. Los profesores me ponían a prueba para pillarme en un desliz cartográfico y hacerme perder la aureola de niño sabelotodo y empolloncete, aunque integrado, de eso dan fe los amigos de pillerías y de carreras. Imagino que el empeño de mis maestros era noble: hacer que irrumpiera el error, consentir una especie de rutina escolar de la que yo, con inocencia, me excluía. Era una didáctica arriesgada, pero la animaban razones humanitarias, quién lo duda. Buscaban lo que ahora se llama normalización social o socialización o cualquier acuño filológico de nuevo implante que sirviera para evidenciar la bondad del juego y de la actividad comunitaria en estas edades. Ahora que soy maestro entiendo alguno de aquellos razonamientos, pero pienso también que el niño del atlas no era empolloncete ni tampoco un sabelotodo repelente. Me fascinaba la ocupación minuciosa del tiempo, quizá por no tener hermanos en casa con los que distraerlo.
La culpa la tuvo el atlas. Si en lugar de que a mi tío Alberto se le hubiese ocurrido regalarme el libro de los mapas me hubiese regalado un libro con todos los cuentos de Perrault, no habría sabido que el Gánges desemboca en Calcuta y sí, muy al contrario, me hubiese afiliado a historias sobre gatos con botas o niñas que se pierden en los bosques y el diablo les azuza un lobo malo y, en el fondo, salido. Eso no llegó después. Entré tarde a la literatura. Tarde no se llega nunca, debo anotar. La infancia es un cajón de dimensiones pantagruélicas al que le podemos añadir miles de ingredientes. Nunca sabremos qué saldrá, pero hay que tener la voluntad de que los niños estén (ahora más que nunca) pegados a los libros. Ellos les abastecerán de otra vida a la que la vida a veces no alcanza. No tengo yo certezas sobre lo que hubiese pasado si en esos primeros años setenta, yo infante sin metafísica ni obligaciones, hubiese habido treinta canales de televisión, diez plataformas de videojuegos y fibra óptica en casa. Emilio, a los diez, con banda ancha: no puedo ni imaginármelo. Tal vez no hubiese tenido en mi diccionario sentimental las palabras Volga y Macchu Picchu, Alaska y Borneo. Quizá (esto son especulaciones) no sería ahora maestro. Lo soy por los libros y por Sinatra , ya lo escribí aquí una vez. Lo soy por la literatura y por el cancionero de Cole Porter. El infinito amor a los libros y el infinito amor a la música hicieron un maestro que intenta (con tesón, ignora uno siempre si con éxito) que sus alumnos encuentren el libro mágico que les salve del tedio y los llene de maravillosas y duraderas fantasías.
Se me ocurre pensar que yo no era especialmente notable en nada, salvo en mapas, o incluso esa facilidad mía no descollaba tanto y eran los demás los que la magnificaban. Y razono aquí que fueron esos mapas los que me rescataron de una realidad que no me llenaba enteramente. Fue el atlas el que me confesó, en privado, sin excesiva retórica, que fuera de mi casa pequeña en la calle Jaén y fuera de las vetustas paredes del colegio Fray Albino había un mundo. Uno rutilante y amoroso. Los mapas lo son siempre del corazón. Uno es cartógrafo de su alma. Dentro de la fantasía de un niño hay bosques y hay cielos infinitos, hay estrellas y hay selvas en donde se ciernen mil amenazas de las que se sale indemne o herido, pero de vez en cuando hace falta ponerles nombres a todos esos lugares. Tener la facultad de poner un dedo sobre la hoja y saber que debajo del dedo está el ancho Amazonas o el valle del Loira o las calles de Londres. Qué asombroso poder. Qué hermosa fuga. Mi tío Alberto abrió ese dulce veneno. Puso la dosis exacta de riesgo y de vida, las dos cosas la misma espléndida cosa.
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