1
Manet expuso El desayuno en la hierba en 1.863 en una sala subalterna, de rango menor en el galerismo parisino de entonces. La estricta moralidad de la época fue lo que animó al pintor a llevarla a cabo. El arte será convulso o no será, escribió en ese mismo París, mucho más tarde, Breton. La idea de que una mujer desnuda, despreocupada y liberal, compartiera una escena con unos señores trajeados no es indiferente a los tiempos en los que ahora vivimos. La militancia feminista, cierta parte de ella, en realidad, censura este tipo de uso del desnudo de la mujer en un mundo de hombres, como cantaba James Brown en sus tiempos.
2
Marcel Duchamp y Eve Babitz, posan para el fotógrafo Julian Wasser con motivo de una retrospectiva del ajedrecista, pintor y polemista Duchamp en el Museo de Arte de Pasadena en 1.963. Los cien años entre una imagen y otra (el cuadro de Manet y la fotografía de Wasser) no son una casualidad. Es un tributo, uno de esos guiños que el arte se ofrece a sí mismo, a beneficio del curioso o del entendido. La parafernalia del juego del ajedrez excluye la intervención de la libido, pero Duchamp le ganó a Eve Babitz, veinte años entonces, amiga del director del museo y después novelista, modelo y cronista con influencia entre la crema liberal de la cultura norteamericana las tres partidas que jugaron. Erotómano declarado, ajedrecista semiprofesional, Duchamp debió sentirse feliz hasta el desmayo al combinar esos dos vicios y hacerlos convivir en el mismo plano estético. No miraba al fotógrafo, ni se dejaba engolosinar por el desnudo de su contrincant: prefería centrarse en las piezas, en la torre homérica, en el oblicuo alfil y en el rey postrero, ningún adjetivo es mío. Sabe que alguien fija los trazos en el tablero. Que su mano mueve las figuras, pero que otra mano, invisible y divina, quizá mueve la suya y la de la dama que se le enfrenta.
3
Mel D. Cole fotografía en 2.010 a Jesse Boykins III y a una de sus musas para la portada de un disco de rhythm and blues. A diferencia de la imagen de Wesser, Boykins III (no sabemos nada de los otros dos de la saga familiar) mira al fotógrafo y se despreocupa de la partida. La modelo, bien al contrario, se esmera en la jugada siguiente. Sospecho que el signo de los tiempos es la fascinación de la imagen misma. No importa la partida ni la presencia promiscua de la jugadora. Lo que verdaderamente le preocupa al señor Boykins II es que el fotógrafo registre ese momento grandioso que en modo alguno puede perderse como las lágrimas en la lluvia del replicante de
Blade Runner, pobre, sin fotógrafo que registrara ese instante sublime. No quedan ya instantes sublimes. Todo se ajusta al criterio de quien hace el retrato. Es la apariencia, el simulacro puro, la certidumbre de que lo vivido, una vez que se registra, perdura y lo confirma en el inventario de todas las cosas que fueron y las cosas que serán. Es el individuo insensible al arte, pero consciente de las prebendas del arte. Ya lo dijo Warhol cuando lo de los cinco minutos de gloria. Eran cinco, creo. Y he aquí la tercera instántanea; tido en una pieza de arte subversivo ya enteramente bosquejado en sus dos opciones sexuales. Queda a la imaginación particular la posibilidad de que los jugadores entablen la partida en igualdad de condiciones, desvestidos, a la manera en que le gustaría al excéntrico Duchamp.
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