A la infancia, muchas veces niebla y paraíso, se le afinca sin pudor la adolescencia, que es un florecimiento orgánico, un brotar asilvestrado de todas las cosas, las del pensamiento, con voracidad novicia, y también las del cuerpo, más exigente, incapaz de sobreponerse a la sangre y al tumulto de la carne. Hay en la foto de Carl de Keyzer un regusto maravilloso a felicidad absoluta, a infancia sin cerrar una adolescencia áspera y lírica, despreocupada todavía, traviesa y pura, que hace pensar en que en realidad la foto (falso ese razonamiento) sea un apaño digital, uno de esos trabajos de photoshop, o bien, puestos a hilar fino, una instalación artística. Los novios en una atracción de feria en un paraje desolado, comido por la miseria, escombrado y gris, como recién salido de una guerra, del que no hay nada, salvo ellos, que pueda ser extraíble, domesticado por la lujuria de la vista. La edad adulta exige siempre peajes muy altos. No se sale nunca indemne de ir creciendo. Tampoco hace falta.Está el corazón violentado por el aire incluso, el aire turbado por la fatalidad, comido de prisas que no precisamos, íntimamente convencido de que no hay escapatoria. El corazón tan duro, desmemoriado, sin signos de izado. El que no recuerda los años de la niñez, la fiebre de los juegos, el vértigo fabuloso de los cacharros de feria. Debería existir una posibilidad de volver allá. No la hay. No porque lo real no llene lo bastante sino por contemplarnos entonces. Por dar un sentido al ahora. No busquen desolación. Es alegría y es esperanza. Los novios en un carrusel de locura. Ebrios de luz y de tiempo. Un pequeño principio de legítima añoranza.
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