30.8.21

Un retrato

 Hay quienes no sabe vivir sin tener algo que le contraríe. En cuanto los astros se confabulan a su favor, adquieren una grisura que se percibe a poco que se les conceda un fortuito saludo o concurra una conversación, de la que es mejor rehuir, no caer en los buenos modales, los que se conceden sin pensar, los naturales y esperados. A pesar de que la mascarilla nos prive de la sequedad del rostro, que tendría gesto de gárgola o de encabronado crónico, podemos escrutarles los ojos y ahí se percibe la podredumbre de su espíritu, la costra de moho que ocupa el aire que les circunda, la nula capacidad de obrar para que el bien acuda y lo cubra de la gracia del vivir sencillo o de la alegría más rudimentaria. No sabe uno qué hacer cuando se topa con ellos en la calle y algo nos apremie a que se les haga aprecio. Basta asentir o disentir en lo que azarosamente nos diga para que se cree un conflicto que puede desmoronarse o encresparse, sin que una u otra cosa tenga justificación ni nos afecten los más mínimo. Tiene este gremio de desencantados de la vida el mismísimo cielo ganado, pero lo sabotearán nada más poner un pie en él, haciendo que los santos guardianes que lo cuidan se pregunten si no es demasiada ancha la manga con la que se transita de la vigilia de la vida al sueño de la muerte y habría que reconsiderar el protocolo de acceso.

Asombra que hayan tenido amigos o que todavía cuenten con alguno. Serán, en todo caso, gente del mismo grosero calado, de los que se jalean estruendosamente las bromas y avivan el fuego de las puyas, no vaya a ser que no tengan con qué entretenerse y se encuentren solos, sin nadie a quien molestar. He ahí entonces el recurso sublime de esta estirpe de desencantados: se conminan a zaherirse en primera e inmediata persona, aplican en su pellejo el oficio antiguo de su desvarío y se enmohecen despacio. El cáncer de su mal genio hace casa en cada resuello de su alma y disfrutan eso que se dice sobre no aguantarse ni uno mismo. No hay consolación que los reintegre a la vida en sociedad. Es todo bruma y escombro, oxido y vacío. El escaso ánimo que surja cuando nos los topamos se deshace de inmediato. Basta únicamente que se les haga una pequeña apreciación para que la rebatan con furibundo encono. Lo bueno que paradójicamente les pase no prospera ni hace asiento. Esa bonanza del espíritu debe producirles una zozobra de la que tardan días en recuperarse. Una especie de sarpullido interno les crea una roña recia que desgracia la posible apostura que trajesen por herencia.
Es habitual que tengan allegados que, sin merecer el rango de amigos, los frecuenten, pero no eluden caer en la trama de su acritud, que torna en maldad cuando las condiciones son favorables. Se ignora la caída que los apartó de la concordia y la mesura, no interesando hurgar más de la cuenta en las razones del desquicio: es una pérdida absoluta de talento y de tiempo o de esfuerzo y de bondad. Poseen la admirable facultad de tenerse por razonables y estar incesantemente asistidos por una fortaleza moral inquebrantable. Ella es la que los patrocina y conforma, pero son limitados, cuando no abiertamente obtusos o tardos. Su nula empatía con el prójimo no les impide creerse interesantes. En ocasiones, agasajados por algún raro espasmo festivo, condescienden a rebajar o incluso cancelar la tirantez del gesto o la aspereza semántica y es un vivo espectáculo contemplar el resto de bonhomía, con su candidez al lomo, que no ha sido devastada por la mala leche.
No hay redención posible, ni piedad que pueda abrazarlos. En cuanto atisban que se les da un arrimo de afecto, se crecen en su solivianto y registran el perfil más dañino del que son capaces. Pareciera que rehúyen cualquier sentimentalismo. Enloquecerían si de pronto se percatasen de que se está bien en él. Poco o nada dúctiles, prefieren morigerarse, continuar en sus trece, en su desabrimiento, enfangados en su destierro de las emociones. Puede considerarse que algo los desvió de la senda correcta, pero no se tiene ánimo para abrir esa puerta, no vaya a ser que el tufo se expanda y nos atrofie el olfato. En la muy improbable posibilidad de que el día nos pille con la filantropía a flor de piel y le escuchemos más de la cuenta, no hay que entusiasmarse, ni creer que ha habido un milagro y el ser emponzoñado ha encontrado vacuna para su ponzoña. No hay tal regreso.
Ríen con dificultad si algo de verdad les afloja la seriedad y brota de algún confín de su confinada alma la muy confinada risa. Huelgan la afluencia del llanto, que es (a decir suyo) señal de algún tipo de debilidad del carácter que no matrimonia con su reciedumbre moral. Si ríen o lloran y no se ve fingimiento en esas dos evidencias puras de la emoción es posible albergar alguna esperanza. No se pierde ni se gana nada si se reintegran a la vida normal que nos desconcierta o que nos alboroza. Ellos van por un lado y nosotros, allá cada uno sepa en dónde inscribirse, vamos por otro. Si un día caes en su trampa y te descubres que es el asco lo primero que sale cuando hablas, tienes que preocuparte mucho. Siempre hay un principio para todo. Tal vez ellos empezaron así: se torcieron en una nimiedad, se encabronaron con la más débil contrariedad y luego se vieron bien en esa posición combativa, en la trinchera de su malestar . Es mejor negar que asentir, debieron pensar. En el no se elude razonar. Que el mundo esté plagado de gente de esta jaez explica muchas de las cosas con las que nos topamos a diario.

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