Me pregunto hasta dónde puede llegar el desorden. Si el caos, campando a sus anchas como suele, hará cuartel en la forma de pensar de un pueblo y malogrará su progreso. Si el desorden será al final un estado natural de las cosas y no nos importará ir sorteando los obstáculos, las injusticias que no nos han afectado, las que nos han perjudicado solo un poco o mucho, con tal de llegar a donde deseamos y poder cerrar los ojos y dormir con la conciencia tranquila o con el sueño liviano y sin violencia. Siempre tendremos a mano la química. Alguien con mucha idea de estos contratiempos sabrá qué recetarnos. Hay en el mercado farmacológico una oferta absoluta y todos los males tienen con qué aliviarse. La realidad será una ilusión procedente del grado de ebriedad que llevemos. Tóxico, será todo muy tóxico, pero sabremos cómo sobrevivir. Siempre sabemos. Hay lenitivos del caos que prescinden del concurso narcótico. En esencia, no difieren de ellos más de la cuenta. El arte es un instrumento idílico. Un pueblo que lo prestigie no será fácil que sucumbe al rigor de la mediocridad o del desquicio. Anoche escuché a alguien decir que no hay mal que no mitigue el arrimo del tiempo. Confuso y voluntarioso, refirió que el tiempo sabe con qué desalentar su estropicio. Él lo causa y él lo vence. Leer alivia con pasmoso oficio. He leído con entusiasmo limpio hasta que me dolían los ojos. Luego trajina uno con lo aprendido o con lo disfrutado. No siempre leer es beneficioso, pero es mejor decidir qué medicina nos recetamos. Alivia esa fortuna, la de sabernos elegidos por la gracia infinita de los libros. El caos está dentro, pero lo hacemos familiar y transitable.
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Comparecencia de la gracia
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