Cuenta uno con qué guarecerse y sabe cuándo hacerlo, se deja hacer por esa costumbre antigua de darse el arrobo preciso y no contar con nada ni con nadie más. El amor propio se entiende como el que se dispensa para que sea posible el amor hacia los demás. En ese aspecto, aunque no se prestigie reconocer cuánto nos queremos, conviene un poco de exaltación sencilla, sin alharacas ni traca, de la que se desprenda esa idea rudimentaria, sobre la que posiblemente se icen todas las otras: me quiero, tengo hacia mí la más alta devoción, me cuido en no contrariarme. Si lo hago, sucede con repetida frecuencia, me esmero en aliviar el roto hecho, hago de bálsamo primario y busco las palabras que, al ser pensadas o pronunciadas, rebajen la tristeza o el desencanto o la decepción o la muy primaria sensación de que, a pesar de las instrucciones recibidas, no hemos aprendido nada y seguimos avanzando (a ciegas, sin propiedad muchas veces sobre lo vivido) hasta que concurre la alegría o el júbilo o la felicidad o lo que sea que, al hacer acto de presencia, nos conforta y hace sentirnos bien, completos, ufanos, íntegros, armónicos. Hoy, en casa, sin que nada presagiara esa súbita y hermosa impresión, he comprendido que todo se acaba ensamblando. Nada que no le suceda a cualquiera, pero se me ha ocurrido que está bien que me la cuente, para que no se me olvide, para que dure y sea fácil acudir a ese recuerdo cuando convenga.
3.8.21
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