Ilustración; Ramón Besonías
Hitchcock debía de haber cumplir hoy 122 años. Algunas japonesas de longevidad milagrosa alcanzan cifras incluso mayores. También Hitchcock debía haber rodado una película sobre la Biblia. Son dos cosas peregrinas. Ninguna plausible. Lo de la edad no sería cosa suya. Lo de la Biblia tal vez sí, quién sabe. Hubiese abierto el libro por cualquier página y depositado el dedo gordo que no sostuviera un puro sobre un pasaje. Después de haberlo leído y leído otra vez, pensado y madurado los días que se precisen, habría buscado la manera de incluir en lo elegido un elemento criminal. No ya el hecho de que la muerte lo ronde, que de eso la Biblia tiene referencias abrumadoras, sino otro más arrimado a cierta opulencia dramática en la que el espectador sabe de antemano los engranajes de la trama y donde no importara el secreto, el agotado quién lo hizo. La elocuencia de la imagen elude la primacía del diálogo. El recurso narrativo primordial no es la palabra, sino la manera en que lo que se ve desplaza lo que se escucha. Hitchcock desautoriza al teatro para contar una historia. Inclina su ingenio al montaje o a la preeminencia de la música para incidir en lo que quiera que precisara alguna información sensorial. Prescinde del patrón clásico adherido al suspense, su casa misma, y sitúa el mal en escenarios en los que no se le espera .El malvado no gasta traza alguna que haga aflorar la idea de que pueda ejercer el mal. El pecado es universal y no requiere sombras que lo ciernen o elementos ominosos o sobrenaturales. El héroe no existe. Ninguno se atribuye la honorabilidad ni procede por puro amor al bien. Hitchcock es un maestro en la dualidad: nada es lo que parece, cualquier giro puede dar al traste con lo convenido al hilo del argumento. También puede concurrir el azar: un personaje irrelevante altera el cumplimiento de una resolución prevista. Hizo que perdiéramos el miedo a la oscuridad y consideráramos que la luz puede esconder demonios.
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