Guy Le Querrec, Nina Simone, Olympia Concert Hall
Me fascinan los teatros vacíos o los cines vacíos. Adoro esa sensación de desamparo. No hablo de los teatros o los cines abandonados, cerrada la taquilla y tapiadas o candadas sus puertas, de los que se sabe que no volverán a ser habitados, sino de los que no poseen la virtud de ser fieles a su cometido y se exhiben con desangelada compostura cuando acabó la función, como si la asistencia de público no los convirtiera en otra cosa, no un teatro o un cine, una sala destinada a la cultura o a la diversión. Piensa uno más en ellos, con mayor detenimiento, cuando no los ocupa el ruido, las toses, las conversaciones. Es la misma sensación que tengo cuando entro en un aula vacía. Sorprende que esa orfandad pueda ser fértil. Mi misma casa, si quedo únicamente yo en ella y la familia anda por ahí, en sus asuntos de calle, me parece un teatro al que súbitamente se le ha extirpado la esencia de su ser. El silencio es un presagio del ruido. También a la reversa. Hay ruidos que anuncian un silencio que pugna por abrirse paso y equilibrar el aire o apaciguar la vista. El silencio se ve.
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