8.8.21

Dietario 171




Dibujo: Ramón Besonías

Alguna vez he pensado en que nunca podré vivir junto al mar. He asumido esa carencia prevista sin mayor quebranto. Tal vez contribuya  la conformidad de mi voluntad al saber que de cuando en cuando puedo apostarme frente a él y considerar que me pertenece con una intensidad a la que no alcanza el que lo ve a diario y sabe de su mecánica y de su paisaje. También eso sería discutible. De vivir junto al mar, iría a su encuentro al atardecer o nada más clarear el día, antes de que una muchedumbre lo ocupe y la orilla se convierta en una especie de parque temático sobre el mar, no el mar en sí mismo, el mar como estado de ánimo o como inspiración de no sabemos qué cosa. He sido uno de los personajes del dibujo de amigo Ramón las veces suficientes para tener la certeza de que todos tenemos una idea distinta de a lo que vamos al mar y de lo que nos apropiaremos. No sé si fugaz ejercicio de contemplación, pero la playa es un receso, una especie de epifanía pequeñita en la que de pronto todo se amansedumbra. Puedes no hacer nada y, sin embargo, no dejas de hacer cosas: es el cuerpo el que cobra una velocidad a la que no acostumbra. Puedes sentarte en la arena y desplazar la mirada hacia algún punto inefable en el que el agua y el cielo no tienen con qué exhibirse y parecen uno, tantas veces se ha dicho eso que hemos perdido la hondura de la imagen y sólo percibimos el óxido de las palabras. La playa es un lugar que no se parece a ningún otro. Es el vano de una puerta grande tras la que no se sabe nada. Queda la conmoción fiable de andar descalzo por la arena y dejarse ocupar por el azul antiguo del paisaje. Es curioso que siempre que voy a la playa vuelvo con unas ganas enormes de escribir sobre ella. No se resuelve ese anhelo en un texto casi nunca. Es más tarde,  cuando percibo que el recuerdo empieza a emborronarse, cuando se me ocurren las palabras y mi imaginación adquiere de nuevo la facultad de excederse. Hoy el domingo es de un secano antológico, comprenderán. El sol se ha desplomado con la contundencia acostumbrada. La casa es el refugio del que sólo tengo parecido conforte si es el frío el que arrecia. No se sale de ella por mandato moral. Busca uno asiento en su confiada disciplina de cosa conocida y disfrutada, pero no tendría objeciones a que el mar se divisase desde la ventana. Da igual que no esté ni cerca siquiera. Que pueda verse. Que la vista le dé alcance. 

2 comentarios:

eli mendez dijo...

Que texto mas bonito. Me sucede lo contrario. Hace unos años vivo cerca del mar y quisiera estar "mas cerca". Amo esas mañanas desoladas, cuando nadie se atrevió aun ha llegar , y esas tardes en que lo abandonan...
Ni me acerco en las horas en que lo superpueblan ya casi diría como una falta de respeto( ahora no sucede porque es invierno) pero las temporadas de verano son fatales, y ahi si , creo que coincido en que no me interesaría ver ese espectáculo por la ventana...pero las soledades y los paisajes nunca uno igual a otro...son increíbles ,dignos de ser disfrutados.
Un abrazo y que comiences excelente la semana

Emilio Calvo de Mora dijo...

Eli, como siempre, muchas gracias por tus amables palabras. Afortunada eres por tener el mar a la vera. Un saludo

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