Ilustración: Ramón Besonías
Habría que declararse útil en tramos pactados del día y postrarnos en la más absoluta inoperancia en el resto. Como evidencia de un malestar o como bandera de una causa. De hecho, habrá quien lleve a efecto esta (en apariencia) insólita conclusión a la que no hago nada más que darle vueltas desde que vi el dibujito (con máxima). Lo harán incluso sin tener conciencia de ella. la practiquen adrede, súbitamente envalentonados y cargados de razones, ejecutando una revolución, y también entra que sea a posta o que la proclamen a ciegas, por sobrevenido romanticismo. El mundo precisa revoluciones para continuar avanzando. La historia del progreso está ocupada por el brío de las revoluciones. Las más efectivas suelen ser las ruidosas, qué le vamos a hacer. El pueblo se arma hasta los dientes y reta a la autoridad hasta que consigue su propósito y derroca al poder que lo subyuga o cae con sonoro o disimulado orgullo. Sólo hay que abrir los libros de texto, los canónicos. Estar en contra de algo es norma, no anomalía: he aquí el principio que articula todos los otros que graciosamente concurran. De ahí que sea hasta saludable hacer algo que contravenga aquello que de nosotros se espere. No hace falta que esa excentricidad prospere en el tiempo y haga costra en la costumbre: basta el símbolo, es suficiente rendir una imagen a la que se pueda acudir cuando alguien la precise. La rebelión como recurso creativo.
Lo de pensar en horas valle es como lo de no hacerlo en el resto. Como lo de Warhol y sus cinco minutos de gloria, pero sin arrimo de esplendor. Tampoco hace falta hacer ruido. Una revolución silenciosa. Lo paradójico (lo que no se puede acotar y dar un asiento en la razón) es la trama interior, la aprendida y la sufrida, la que duele, al cabo. Igual que el Bartleby de mi adorado Melville decía preferir no hacer algo, podríamos postularnos en cierta debilidad del espíritu y sostener que no pensamos con claridad cuando se nos solicite tal o cual cosa. Mire usted, como un buen político, me ha pillado en las horas bajas. Mi hora valle no ha llegado. Eso diríamos. Es que sólo soy racional de dos a cuatro, se podría aducir. No es cosa mía, es una consecuencia del lamentable estado de las cosas, se podría igualmente concluir. A quien nos tome a chota o nos conmine a que recuperemos la seriedad perdida se le puede confesar que en realidad somos un electrodoméstico. Alaska con sus Pegamoides lo decía con más juvenil gracia: me da miedo entrar en la cocina, me da miedo lo que pueda haber, la tostadora se ha vuelto asesina, el lavaplatos no me puede ver, se han rebelado todos a la vez. Ay.
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