10.8.21

Dietario 172


 En ese empeño por probar de qué nos acordamos y si lo traído de vuelta a la conciencia tiene algo que ver con lo que quiera que seamos ahora, hay trazas de impostura: creemos recordar, pero no hay constancia más allá de la confianza en que las emociones vividas entonces no se han emborronado y continúan con el vigor idóneo para que podamos contar con ellas y pensar que la vida no se desmorona como suele. Baldía empresa a veces. Hay un matiz de extrañeza en el que se acumulan preguntas de las que no tenemos respuesta. Cuestionamos a los recuerdos si no se habrán convertido en otra cosa. Si, una vez mezclados unos con otros, no tendremos ninguno de una integridad confiable. Ninguno que nos diga quiénes fuimos. Esa materia mudable se afana en encontrar asideros. Uno de los que tengo a mano es el león de la Metro. Es verlo abrir la boca y rugir en el inicio de una película y tener de nuevo imágenes y sensaciones que creía perdidas. Hace el león de llave. Como la magdalena de Proust, pero más agreste. Esa debilidad un poco enfermiza que consiste en alimentarnos de imágenes. Unas invitan a otras hasta que es una película lo que estás viendo. Ama uno el cine por más que cosas que el cine en sí mismo: por la tutela infatigable en lo bueno y en lo malo que nos ocurra, por la posibilidad de que tengamos un mundo en el que guarecernos o al que encomendarnos o con el que enamorarnos. Cierra los ojos. Ves el animal. Ruge. No sé ahora (veo poco cine de actualidad) si hay algo que se parezca al león de la Metro. Tengo alumnos que sentirán ese escalofrío (mezcla de gratitud y de amor) cuando, muchos años después, vean caer la cortinilla de las películas de Marvel o lo que quiera que salga en el introito de la saga de Harry Potter. Da igual qué sea. A Proust le daba igual el sabor de la magdalena. 

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