Doy hoy ( más veces debería) la más alta consideración que uno pueda tener hacia quienes nos encaminaron o dieron cuenta de que ahora seamos lo que somos, lo que quiera que sea eso. Debe asignarse a nuestros padres, con sus errores justificables las más de las veces, y con su impagable oficio de curtidores o de generosos pastores del rebaño de los hijos, tan díscolo y desatento a veces. Pero también los maestros que tuvimos. Dieron algo que después cundió y de lo que se extrajo una enseñanza. No la de saber listas de reyes (godos o borbones) o manejar con soltura la trigonometría o las reglas ortográficas, que también, cómo no, sino otra cosa mucho más hermosa y reconfortante: la de la constancia y la supremacía del esfuerzo y de la recompensa que tutela el trabajo cuando se inculca con amor y trasciende ese amor. No hay pago que salde esa deuda infinita. No es algo que yo reclame siendo maestro. Tan sólo la idea (muy primaria y muy firme también) de que algo que uno haya hecho no se me asigne, sino que perdure en quien la escuchó y a quien se le supo recabar la atención y la memoria. Gracias a los que aparecen en esta hermosa foto. Ellos me trajeron aquí.
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