26.8.21

Dietario 180

 Decanta la tenue sombra su frescor pasajero hasta que de nuevo el sol cobra su peaje y arranque el cuerpo a exigir el suyo, que es, las más de las veces, sudor. No se le recrimina al cuerpo que haga sus cálculos químicos para que continuemos la brega diaria, esa aritmética suya será la procedente, pero deseo con el alma entera (es cosa mía ese súbito volunto) que el frío intervenga en sus ecuaciones y zanjemos el sofoco, que amengua el ánimo y nos abate con su antiguo oficio. Hoy el día principió un frescor inédito y la noche fue generosa. Se avitualla así el ánimo para que la vigilia no lo derrote y prospera la esperanza de que cunda el fresco sin receso y respiremos algo. Ahora, es mediodía, la calle arde de nuevo y habrá tribus ocultas (qué remedio les queda) cerca del río.

La batalla que entablamos con el cuerpo la ganamos y perdemos a diario. En ganar y en perder se nos va la vida, pero en cierto modo vivir es irse uno yendo, escapando, fugando, adquiriendo poco a poco la conciencia de la duración de todo ese trasiego. Por eso no es nunca una ganancia o una pérdida, sino un estado canjeable por otro, una sensación modificada por otra, un equilibrio que se deshace y que regresa, una especie de sofisticado partido de tenis en el que no hay un ganador o un perdedor ya que lo único que realmente importa es la evolución de la bola por la tierra, el vuelo que ejecuta y las formas en las que el azar o el talento o la experiencia las va haciendo caer.
En torno a uno, conforme avanza, la realidad se obstina en contradecirnos o en mimarnos, en hacer que fracasemos o triunfemos, flaqueemos o nos reforcemos, sin que ninguna de esas dimensiones del juego dependan enteramente de nuestra decisión, de la voluntad firme con la que abordamos la partida. Pero el cuerpo se obceca en malograr todo esfuerzo por gobernarlo. Accede a ejecutar los movimientos que le solicitamos, y movemos las piernas, abrimos la boca y hablamos, bailamos incluso cuando la música nos traspasa, pero hay asuntos en los que no consiente la injerencia ajena, no admite que haya un dueño, obra por libre, medra en su absurdo deseo de irse degradando, aunque nos haga creer que tenemos alguna propiedad en la empresa, de que en el fondo somos nosotros los que guiamos la nave.
Pensé en que quizá lo que trasciende de esta batalla no es que se persiga la adjudicación de un vencedor: lo hermoso es la ceremonia en la que se preparan los bártulos de guerra, el modo en que disponemos en el mapa los ejércitos, toda esa estrategia espléndida de los preliminares. Ninguno de ellos, no obstante, es dulce cuando el cuerpo evacúa ese unánime y más que molesto lastre llamado sudor.

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