Confieso mi debilidad por la buena vida. Al modo en que otros se declaran enfermizamente devotos de las novelas victorianas, adictos al bourbon de Kentucky o enganchados a machacarse el cuerpo en un gimnasio haciendo sentadillas búlgaras o serbiobosnias, yo procuro vivir bien y me esmero en que nada malogre esa querencia humilde que, bien llevada, hará que quienes me acompañan más de cerca vivan también mejor. Esta voluntad mía no es exclusiva, se ha fajado con toda la buena literatura que sobre ese asunto se ha ido entregando a beneficio de sibaritas y desavisados y está al tanto de la facilidad con la que puede ser echada abajo. Tan solo apela al sencillo ejercicio de disfrutar de una manera consciente de los placeres. Puedo perderme en los cuentos de Cortázar, pasar un rato en las redes sociales o pasear mi pueblo escuchando blues de Chicago de fondo, pero ninguna de esas ricas experiencias sensitivas, culturales o pedestres me precipitará a la ceguera que me impida disfrutar de otras. Nada en esta vida merece que le prestemos toda la atención.
La buena vida, muy retorcidamente expresado, consiste en no dejar pasar nada que nos enriquezca sin que nada de eso que nos ha enriquecido nos ocupe el tiempo que podríamos invertir en encontrar más fuentes de riqueza personal. Todo así anudado. Lo bueno pide perseverar en su bondad. El cuerpo agradece los primores con que se le agasajan. Estoy ahora, tan de mañana, escuchando música barroca y me está saliendo un texto de alambique puro. Me parece que voy a sacar al fértil Bach de la bandeja del CD y voy a poner un poco de ska vía primeros Madness. Baggy Trousers. Benny Bullfrog. Todos aquellos alegres estribillos de farra que ahora me parecen, a la luz de la experiencia, himnos. Cuando los pies se mueven sin que uno los autorice es que el mundo gira bien, pero no a gusto de todos, ni a beneficio de todos. La buena vida no es transferible, no hay manera de que podamos desprendernos un poco de lo que tenemos de ella y la rociemos en los demás. Ojalá cundiese esa pedagogía. Les digamos: mira, es así, tienes que hacer esto, tienes que no hacer esto otro... En ese plan. Todos logramos ese estado de ánimo (uno entre muchos) pero no hay recetas mágicas que puedan divulgarse para que los demás nos imiten. Ni siquiera las de ellos, tan eficaces a veces, sirven para que nosotros las copiemos. Hay, en todo caso, pequeñas instrucciones, muy débiles insinuaciones, por si acaso prosperan y hacen nido.
La buena vida consiste en quererse uno mucho para poder desprender amor a todos los que nos rodean. Me quiero hedónicamente. Me cuido en no lastimarme. Trato de darme el mayor número de júbilos posibles. Me como la cabeza en encontrar festejos nuevos, pero no voy a comprar ningún libro de Bucay. Ninguno de Coelho. Me asiste la pereza cuando ser feliz depende de que siga instrucciones de otros que hablan precisamente de lo fácil que es ser feliz y de lo fácil que es llegar a esa armonía dulcísima. Es el runrún diario el que me espolea, la charla con los amigos, los abrazos que nos damos cuando nos vemos, todas esas cosas que otros (aquí sí) escribieron o compusieron o filmaron para que yo (esta noche, pongo por caso) me refugie en toda esa belleza, en esa inteligencia ofrecida a mi ignorancia.
Oigo Bach a las seis cuarenta y tres de la mañana en unos cascos Kenwood que compré en Canarias hace veinte años y que todavía suenan cristalinamente en mi memoria. Tengo al gordo de Bach en la cabeza. Veo su peluca rubia y su cara gorda mientras me convenzo de que lo razonable sería ir amañando el día, que será tórrido. Creo que no sacaré a Bach de la cabeza en todo el día. A ver cómo se da. Hay veces en que no da uno con la clave. Ni temperada ni sin temperar.

No hay comentarios:
Publicar un comentario