
Hace tiempo que no doy con ninguna imagen mía que me agrade. No interviene la vanidad, algún anhelo de belleza o de coquetería. Simplemente sucede que no me reconozco. Tampoco lo hago si escucho mi voz en una grabación. Ni doy conmigo cuando releo algo que yo haya escrito. No dar con uno mismo garantiza no saber cómo dar con los demás. Y es otro el que parece que me mira desde la pantalla, otro el que habla en los textos cuando creo ser yo el que está hablando. He aprendido a sobrellevar ese desafecto. Bien al contrario, identifico a todos los demás cuando busco hacer coincidir la imagen que tengo de ellos con la representada en esa (voluble, desleal) pantalla. Por otro lado, A. es siempre A.. Igual le pasa a M. o a P.. Da igual que los tenga delante o que los observe en una fotografía o en un vídeo. Hay sincronía. Hay gente que no se deja fotografiar. Tal vez sea cierta intimidad que no desean que se vulnere. O les mueve la discrepancia con la bondad de la restitución que resulte. Recuerdo un cuento que leí o que me contaron sobre alguien que creía disminuirse si se le registraba a través de cualquier aparato conveniente. Era una disminución tangible. Si su imagen en la fotografía se amarilleaba, él se amarilleaba; si absurdamente desaparecía una mano al final de la manga, su mano absurdamente desaparecía al final de su manga. No sé mucho más. También la vida funciona así, a poco que se piense. Se van atenuando los perfiles, se corrompen, adquieren una sustancia afantasmada, como de criatura evanescente, como un hombre tercamente inclinado a dejarse perder y no poder aprisionar las glorias del cuerpo, sus comprobados logros. Pero el espíritu sigue indemne. ¿Sigue indemne?
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