Hay ropa que te pones para que te la miren. No se busca envanecerse uno, no hay un apremio de vanidad, un deseo de que se le aprecie el buen gusto o cualquier otra resolución del ingenio textil. Incluso entra en lo posible, no tengo yo mucho bagaje en estas cuestiones, que te azore la insistencia ajena y desees llegar a casa y no exhibirte más, pero hay días en que se te ocurre ponerte la camiseta de Miles Davis o la de Queen o la de los Rolling Stones o la de New Order. No sabría precisar qué razones hubo para adquirirlas, pero voy teniendo algunas para comprender el porqué adoro ponérmelas. Serán las mismas por las que me gusta ver las de los demás. Todavía recuerdo la camiseta de Bécquer que gastaba por su Lucena mi amigo Manolo o la de Pennywise que Antonio usó para leer un texto sobre Stephen King en la presentación de Los mundos sutiles y usa todavía en mi patio cuando viene a acompañarme en las cervezas o una que yo mismo mandé serigrafiar con el cartel de Manhattan, la película de Woody Allen. Hace unos días me impresionó más que vivamente (déjenme que me exceda) la que llevaba un señor en sus buenos setenta que hacía cola en la charcutería de un supermercado de mi pueblo. Era la gloriosa portada del primer disco de King Crimson. Me dieron ganas de preguntarle. Creo que habríamos echado una buena charla sobre el rock progresivo o sobre el placer de llevar en el pecho la imagen que nos viniese en gana o sobre el auge y declive de las grandes piezas sinfónicas. Hubiese tenido más en común con aquel caballero desconocido, probable cliente del camping que hay a las afueras de mi pueblo, neerlandés o belga, no supe afinar el oído cuando usó un español escasísimo para pedir un poco de jamón al corte, que con el charcutero, del que no dudo que será una bellísima persona y con el que podría departir una tarde entera si damos con la sustancia cómplice de la cháchara y que, concedámoslo, podría tener la discografía completa de King Crimson en vinilo de 180 gramos. Por fortuna, hay tanto que uno no sepa, y es mejor que así sea y, desconociendo, hagamos que vuele la bendita imaginación. Lo que hace una camiseta molona no consigue a veces una vida entera saludando a un vecino en un tramo de una escalera. Esta que orgullosamente ilustra mi escrito se me regaló por los amables padres de mi último curso en Lucena. Todavía la cuido. No he engordado lo suficiente como para que me quede ridícula. Creo que no adelgazaré mucho, no vaya a ser que la desgracie también.
14.6.25
Camisetas molonas
Hay ropa que te pones para que te la miren. No se busca envanecerse uno, no hay un apremio de vanidad, un deseo de que se le aprecie el buen gusto o cualquier otra resolución del ingenio textil. Incluso entra en lo posible, no tengo yo mucho bagaje en estas cuestiones, que te azore la insistencia ajena y desees llegar a casa y no exhibirte más, pero hay días en que se te ocurre ponerte la camiseta de Miles Davis o la de Queen o la de los Rolling Stones o la de New Order. No sabría precisar qué razones hubo para adquirirlas, pero voy teniendo algunas para comprender el porqué adoro ponérmelas. Serán las mismas por las que me gusta ver las de los demás. Todavía recuerdo la camiseta de Bécquer que gastaba por su Lucena mi amigo Manolo o la de Pennywise que Antonio usó para leer un texto sobre Stephen King en la presentación de Los mundos sutiles y usa todavía en mi patio cuando viene a acompañarme en las cervezas o una que yo mismo mandé serigrafiar con el cartel de Manhattan, la película de Woody Allen. Hace unos días me impresionó más que vivamente (déjenme que me exceda) la que llevaba un señor en sus buenos setenta que hacía cola en la charcutería de un supermercado de mi pueblo. Era la gloriosa portada del primer disco de King Crimson. Me dieron ganas de preguntarle. Creo que habríamos echado una buena charla sobre el rock progresivo o sobre el placer de llevar en el pecho la imagen que nos viniese en gana o sobre el auge y declive de las grandes piezas sinfónicas. Hubiese tenido más en común con aquel caballero desconocido, probable cliente del camping que hay a las afueras de mi pueblo, neerlandés o belga, no supe afinar el oído cuando usó un español escasísimo para pedir un poco de jamón al corte, que con el charcutero, del que no dudo que será una bellísima persona y con el que podría departir una tarde entera si damos con la sustancia cómplice de la cháchara y que, concedámoslo, podría tener la discografía completa de King Crimson en vinilo de 180 gramos. Por fortuna, hay tanto que uno no sepa, y es mejor que así sea y, desconociendo, hagamos que vuele la bendita imaginación. Lo que hace una camiseta molona no consigue a veces una vida entera saludando a un vecino en un tramo de una escalera. Esta que orgullosamente ilustra mi escrito se me regaló por los amables padres de mi último curso en Lucena. Todavía la cuido. No he engordado lo suficiente como para que me quede ridícula. Creo que no adelgazaré mucho, no vaya a ser que la desgracie también.
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