No tengo voluntad de ser Thelonius Monk. No se me ocurre que esa idea cruce mi cabeza y se quede ahí o me preocupe o haga que no me sienta feliz con lo que soy, pero cada vez que le escucho me imagino la felicidad de ser Thelonius Monk. Del hecho de que yo desee ser Thelonius Monk de un modo transitorio podría deducirse que no tengo el apego que se puede prever de ser Emilio Calvo de Mora. No es una carga que uno anhele a tiempo completo. En ocasiones, según qué haga o deje de hacer, qué esté observando o a quién, mi voluntad es la de ser invariablemente otro. Ignoro si ese hipotético otro, en su discurrir un poco extravagante, querría ser yo, aunque fuese un fragmento del día o una parte no considerable de su vida. Son pensamientos que ocupan el final del día, a poco de conciliar el sueño. Ojalá, a beneficio de narrativa, Monk se incorpore a la trama de esos sueños. Estaríamos los dos en uno de esos clubs de Nueva York, Antes de que salga al escenario y toque Blue Monk, me habría confesado que está cansado de ser Thelonius Monk. Que preferiría cierto anonimato o que alguien lo reemplazase una noche o unos días completos. No sabe bien si le agradaría que fuese un contable de una pequeña compañía de transportes o un periodista de sucesos, de los que van al lugar de la noticia y toman nota con una libreta pequeña, como hacen los detectives en las películas de cine negro, el que se sentara al piano y tocara Blue Monk con el cigarrillo en la boca, dándole caladas profundas cuando la canción le diese una tregua y pudiese distraer una mano. En el sueño, los dos fumaríamos toda la noche, beberíamos bourbon del bueno toda la noche y él me presentaría a Charlie Parker o a Bud Powell. Hablaríamos de bebop y de mujeres. Convendríamos la necedad de toda esta ficción de viernes por la noche y mañana, él en su limbo sin tiempo y yo en mi residencia en la tierra, no haríamos aprecio a toda esta representación frívola de nuestro delirio.
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