Desde que no escribo en este diario, que no cumple el rito de que sea revelado día a día, sino que surge a su manera, irrumpiendo sin que intervenga un protocolo estricto, ha pasado que ha muerto Almudena Grandes, a la que le seguía más en su faceta de columnista en El País que por su ingente producción novelística. Disfruté obras suyas antiguas (Las edades de Lulú, Malena es un nombre de tango), pero no las recientes, no sabría ahora discernir causas: uno lee guiado por motivaciones que no siempre se ajustan a un razonamiento, a ella le habría pasado lo mismo, siendo buena lectora como era. Se tiene de los que se van una propiedad íntima. Yo recuerdo una playa de Cádiz (tan cercana a ella) en la que acabé la revolucionaria novela con la que se abrió al mundo editorial, la de Lulú, luego (en mi opinión) no demasiado bien llevado a la pantalla. Fue a principios de los noventa y éramos más jóvenes los dos. Me fascinó su convicción, esa manera suya de darse al mundo y de dejarse encontrar. Dicen que tenía muchos amigos, recalcan eso en las necrológicas que hoy ocupan los medios de comunicación, sobre todo los de su periódico. Insisten en que era combativa, comprometida y alegre. El combate, el compromiso y la alegría no suelen ir de la mano. Hay una oposición entre consignar las injusticias del mundo y, al tiempo, saber poner buena cara en las fotografías y, a decir de quienes la trataron, celebrar la vida. La literatura es vida de más, dejó dicho o escrito, no recuerdo ahora, pero me ha venido esa frase que me afectó cuando la leí. Los letraheridos como ella van un poco a tientas por el mundo, no del todo a ciegas, qué va, pero sí con el dolor ajeno, convertido en propio por ósmosis moral. Almudena Grandes era intensa. La suya fue una intensidad de la que no dudan ni quienes no la tenían como santa de sus devociones. Yo, ya digo, echaré en falta su contribución quincenal en el suplemento de El País. Daba del mundo una visión lírica, aunque manejase un lenguaje periodístico limpio y certero. No está reñida la poesía con la enunciación severa de lo que se ve, sin hacer alharacas verbales. No era ella de adornar, sino de contar. Las palabras deben ir en su sitio justo y hay algunas que sobran y otras que, por obligación de oficio, exigen su cuota de verdad. Fue verdadera Almudena. Se ha ido joven. Hoy domingo es suyo el día. Un poco más triste esta mañana ocupada en quehaceres domésticos. Una pena, se cuente como se cuente.
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