6.11.21

Dietario 211


Se atribuye a Séneca lo de que si una persona no se ríe no debe ser tomada en serio. Siempre fue la seriedad un asunto importante, lo sigue siendo, quizá indebida y muy extendidamente. De los serios, de los que no esbozan una sonrisa, tengo yo una opinión equivocada, seguro, pero hoy me atrevo a compartirla. Quién no ha tenido un día o una época de plantar el gesto en un trazo hosco y el ánimo hilado a él. Hubo un tiempo en que pensé que eran los serios gente segura de sí misma, convencida de cuál era su lugar en el mundo y, en la decisión de no perder ese lugar, no dejar ver nada interior suyo, ningún gesto que delate cómo eran en realidad. Como si el mundo estuviese mal hecho o como si algo adentro de cada uno anduviese roto y se supiera que no tendría arreglo fiable. 


En el trasegar con la gente y con uno mismo (que no es cosa de poco peso), he ido descubriendo los beneficios del humor, sobre todo del que uno se aplica sobre sí mismo, sin que se precise público, ni se busque la aprobación o la complicidad o la conformidad de quienes, por azar o por decisión, nos escuchan, se arriman con voluntad, nos tienen en cuenta y nos valoran. Tenemos inclinación a no mostrarnos, parece que es mejor callar que decir lo incorrecto. Del prudente no se tiene a veces la misma opinión que del lanzado, el que lo cuenta todo y de todo posee criterio publicable. Conozco más gente celosa de lo suyo que desinhibida y generosa con su interior, aunque me prodigo con más entusiasmo en las reuniones de gente desprejuiciada, fácilmente inclinada a decir lo que barruntan y no medir las palabras o considerar el efecto de esa manifestación sincera. 


De esa gente seria de la que hablo, conozco muchos que, a pesar de los años  transcurridos y de las cosas que hemos vivido con ellos, no han dejado entrever nada de lo que custodian adentro, ninguna intimidad que uno gustosamente acepte como regalo, ninguna parte privada que otros desconozcan y que se reciba como prenda de amistad, como evidencia de que se confía en nosotros y en nuestra prudencia. Con estos, con los serios, sucede que cuando un día prorrumpen en locas risas y se solazan de todo lo que suscita el humor no hay quien les crea, no se advierte sinceridad en lo que hacen, creemos que actúan así por deferencia a los demás, un poco obligada y teatralmente, por cuajar en los otros, por epatar y parecerse a ellos y no desentonar, sobre todo por no desentonar.


El serio es proclive a consolidar su seriedad, la mima, no da de ella alarde, sin embargo: procede con toda la naturalidad de la que dispone. Trata su actitud ante el mundo con total seriedad en una especie de feedback egoísta y útil. Cuando algo lo distrae, suele recriminarse en privado, prometiéndose no caer de nuevo, por si los cercanos y los eventuales lo toman en serio y creen que su ánimo ha mutado. He ahí una de esas paradojas que nunca podría entender, por cierto. Del serio, considerado ya un profesional en lo suyo, hay que cuidarse, no vaya a ser que contagie y convenza. Hay una inclinación natural en el ser humano a pensar que lo de los demás es lo procedente y lo válido y a menospreciar lo propio. Si uno se habitúa en demasía a tratar a la gente seria se observa una metástasis tácita e implacable: la transferencia es sólida y permanece. Igual que se extiende la risa entre quienes la practican, también la seriedad se afianza y se propaga. Es un cáncer. Con su metástasis y con su infierno. 


No sabría decir la procedencia de la seriedad. Se conoce todo lo demás (su influencia, su prestigio incluso) pero no las razones que la alumbraron. Hay serios profesionales por aplazamiento indefinido del humor, tal vez por desconfianza en el resultado o por exigencias excesivas. Como el que nunca se decide a cantar en la certidumbre de que no lo hará como los cantantes que admira o el que no se pronuncia en materia política por creer que desbarrará y harán mofa o escarnio de sus tímidas opiniones o se le pillará en un dislate o en un descuido moral. Luego está el serio escarnecido. Es ésta especie de solivianto perenne, de pronto hostil y de gesto adusto y entenebrecido. Pareciera, observado sin esmero alguno, que se le debe algo y anduviera a la caza del cobro y de la restitución moral de lo impagado. Comoquiera que no se le adeuda nada, exhibe siempre el mismo semblante, sin moderarlo ni rebajar su agreste compostura muscular. Leí que para reír hace falta el concurso de cientos de pequeños resortes musculares. Tal vez (no es cosa leída ésa) no se precise ninguna coreografía en el rostro para expresar la seriedad. 


A su vera, transita el serio integrado. Negados a cualquier alegría prevista o inadvertida, circunspectos adrede, estos serios viven felices, en apariencia. No se les ocurre que haya vida más apetecible que la suya, no creen perderse nada de lo que otros anhelan o poseen, no se martirizan de noche, cuando concilian el sueño y su cabeza da una batida por lo que se ha hecho y lo que no y cierran el vértigo del día finiquitado. Son gente admirable, en el fondo. No molestan, no incurren en hacer ver el error ajeno, ni alardean de los aciertos suyos. Se dejan vivir sin atreverse a hospedar en su talante la naturalidad y la sana improvisación, sin padecimiento distinto al común y universal.


Serios peligrosos existen y hasta abundan.  Conocerá alguno. Se avinagran a poco que se tercia, si es que no vienen ya con el torcimiento y el desaire cuando se les dio carta en el baile del mundo. Concurren en ellos agravantes que nos licencian para repudiarlos. Pretenden inculcarnos su desavenencia con la vida. Se afanan en granjearse nuestra atención y no se cortan ni un mal pelo en airear su inquina, en atribuirse el perfil de mártir, tan socorrido. Exhiben contrariedad permanente, se duelen hasta de sí mismos  y no dejan escapar oportunidad alguna que constate su encabronamiento, esa tendencia hostil en ocasiones a batallar por norma, aunque no se advierta contienda. Están, por así decirlo, en una posición elevada, de la que presumen y con la que se valen para imponer su agrio criterio, tantas y tantas veces estéril o improcedente. No se recomienda contrariarlos, es una opción baldía, sólo acarrea cansancio.


No hay que confundir seriedad con tristeza. El triste es un serio sobrevenido. Se le ha venido el mundo encima, por decirlo de alguna manera; ha caído en desgracia, se ha visto arrojado a un nihilismo romántico o una anarquía patológica. Figura más noble que la del serio, la tristeza se mira siempre con buen ojo. Hasta la poesía la ensalza. El arte es a veces de una tristeza conmovedora y trascendente. Al triste se le hacen gracias, se le invita a que salga, procura uno que no se encierre y se deje convidar, pero no se despliega esta logística sentimental con el serio. Hasta donde yo llego, el triste es conmiserativo, dan ganas de abrazarlo, no se arredra uno en afectos, se ofrece enteramente, sin ambages, todo por devolverle el ánimo, por restituirle la alegría fugada, no sabremos nunca bien los porqués. Tristes notables ocupan grandes y nobles páginas de la Historia. 


Ayer vi a un tipo serio hasta el cansancio. Lo era de un modo alarmante, desafiante, intimidatorio. Creí que yo mismo, sin conocerlo, sin mediar ocasión, le había hecho algo, lo creí con absoluta certeza. No intercambié palabra alguna con él, no hubo razón, no nos conocíamos, sólo me miró y le miré, tan sólo uno recaló en la circunstancia del otro. Quizá eso debiera haber suficiente, no que la mirada delatara la seriedad de la que hablo, pero atendí ese rasgo, anulé o rechacé todos los demás. No sabría decir qué tipo de serio era, si uno religioso o profano, si eventual o permanente, si satisfecho o renuente. Era una de esas caras que, al verse, no cabe desatender: la cara juntamente con el abandono general de su figura, desmadejada, como extraída de un sueño, irreal si uno tiende a la hipérbole. Cruzó la calle mientras que yo me dirigía hacia un supermercado del barrio. Sentí que el peso del mundo, el peso malo, el peso terrible del mundo, reposaba sobre su cabeza, ocupándole todos los sentidos. El rato en que pensé en él sentí no sé si dolor, pero sí apesadumbramiento, una especie de incomodidad que no alivió el trajín del súper, su bullicio de viernes, el ruido de todos mezclado con el mío interior. Ojalá nunca nadie me mire como yo le he mirado a él, ojalá no vea nadie una seriedad semejante impregnada en mi rostro. Quizá él no se reconozca serio y seamos los otros los depositarios de esa evidencia. Puede ser que sea en el fondo, un tipo ocurrente, un cachondo, un viva la vida, uno de esas almas libres y puras que gozan del mundo como Epicuro, mi admirado, vivió el suyo. Todo lo que yo compuse fue delirio salido del cansancio del que parezco no salir. Será que duermo mal o a ratos o cuando no es hora de dormir. Hoy seré el serio, cómo evitarlo a veces. Nada que dure, espero. En todo caso, sabré acudir a mi dispensario de bálsamos reconstituyentes. 

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