En parte, le debo mi amor al inglés a Leonard Cohen, a Cat Stevens, a John Denver o a Simon and Garfunkel. Creo que fue un profesor que sustituía al titular, no recuerdo ahora el nombre de ninguno, el que trajo a clase esos discos grabados en cintas de cassette y nos ponía The partisan, Bridge over troubled waters, Father to son o Annie. De ese amor al inglés vino otro, el de la docencia, el de ganarme la vida (se sigue diciendo así, imagino) enseñando un idioma a quienes no lo conocían. Antes de que nos atropellara el tren de la burocracia, ponía música inglesa en abundancia a mis alumnos. No con la pretensión de que les gustaran esas canciones o esos intérpretes, que también, sino por salir de la rutina de los libros y de las fichas y de los audios anclados en el limbo, fuera de la realidad del tiempo y del espacio. Quien haya estudiado inglés en serio, sabe de qué le hablo. Compré este single (ya no se emplea la palabra single) en Fuentes Guerra, en Córdoba. Luego debí perderlo en alguna mudanza o cuando abandoné la restitución analógica por la digital, cosa de lo que me arrepiento de vez en cuando, aunque soy feliz, inmensamente feliz, con mis discos compactos.
Descubrí hace unos días la portada en una de esas tiendas de compra y venta de antiguallas y me pudo la emoción, la sensación de que Leonard Cohen es el que me abrió camino y me dijo: "Emilio, vamos, hombre, ten afición a algo, obedece ese impulso, dedícate a estudiar algo que te guste mucho y luego no flaquees hasta que consigas un trabajo en donde aplicarlo". Tardé en alcanzar el mío, pero lo ejerce a satisfacción, me sigue encantando Cohen y el inglés. Creo que ese día de 1980, por ahí debía andar el calendario, fue luminoso. Cuando aquel profesor sustituto entró en clase, sacó unas fotocopias, las repartió y pulsó el play de su cassette portátil, el mundo y yo nos conciliamos y yo entreví por dónde caminarían mis pasos y el lugar al que debía dirigirme. Después de estar treinta años instalado en él, sigo sintiéndome un privilegiado. No por tener un trabajo que me permite pagar mis facturas, darme los caprichos que se tercian o vivir con desahogo, sin excesos, ya saben, soy maestro, sino por hacer lo que me gusta, por entrar a diario en mi clase y compartir en lo que puedo ese amor infinito hacia una disciplina, da igual cuál sea. Pudo ser otra, pero fue el inglés, fue Cohen, ahora lo tengo más claro que nunca. De aquel maestro no recuerdo mucho, desgraciadamente. Estuvo unos meses. Tenía un bigote espeso y era flaco, hablaba rápido en inglés y en castellano y fumaba en los pasillos, entre clase y clase, qué tiempos. Quién sabe qué hace ahora, debe estar jubilado. Los maestros, sin que nos demos cuenta, abrimos caminos, eso hacemos. Los demás creen que sólo enseñamos matemáticas o inglés o naturales, pero lo que hacemos es enseñar lugares a los que ir y la forma de llegar más divertida y apasionante. A veces lo conseguimos. Lugares que están en los mapas y lugares que están en el corazón. Esa es nuestra fortuna. Antes de que ese hombre apareciera, tuve a Don Carlos Galán Verdejo, a él sí que le pongo nombre. Nombre y ternura. Cariño inmenso y gratitud franca. Él fue el primero que me cogió de la mano. A veces pienso que todavía me la coge. Allá donde esté, desgraciadamente hace mucho que no está con nosotros, me acompaña todavía. Hoy es su día. Nuestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario