Adoro el frío victoriano. Su planta alta de anaqueles invadidos de tragedias griegas y de retórica frívola. Su fuego degollando el aire. Su whisky de malta historiado en la mano izquierda mientras la derecha acaricia el pelo dócil de un Yorkshire terrier y una soprano se desgañita con Dido y Aeneas. Afuera la vida es un enigma insoportable y yo desmadejo alejandrinos mientras la filarmónica de Berlin ataca el cuarto movimiento de la sinfonía número cinco en do sostenido de Gustav Mahler. El frío es lírico y lúbrico.
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La flema la pule una buena mesa camilla, unos cuentos victorianos de fantasmas, whisky escocés y un par de buenos troncos en la chimenea.
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