2.8.21

Una pesquisa teológica

 En la cajita de fósforos La Aurora, en la caja cósmica de fósforos antológicos que se guarda en un cajón juntamente con la baraja de cartas, el trompo un poco cascado, los cromos del Atleti y un cómic de Carpanta, están las moscas azulonas y las moscas pardas, las que, en vuelo, son ala cabal, ala movida por un motor arcano, telúrico, místico. 

He aquí dentro de la cajita de fósforos La Aurora, la gran mosca del principio de los tiempos, la que, en la cajita, frota las alas, mira al demiurgo pasmado, al bobo dueño de la caja que arquea las cejas, mira con embeleso la caja, fascinado por la ejecución azarosa del vuelo dentro del cartoncillo gris, por el limitado espacio en el que todas esas criaturas danzan a ciegas, apurando la vida breve que la mecánica genética les deparó allá cuando se maquinó el cosmos y las moscas recibieron su cuota de privilegios en el festín primero. Y lo que oye es un ruido, un frotar obsceno de alas. 


Uno no sabe nunca las causas ni entiende los azares. No sabemos si estamos en una caja. Si alguien nos escucha, pero no nos ve o, bien al contrario, observa lo que hacemos, pero no lo oye, privado de ese sentido por alguna razón cósmica que ahora no alcanzamos a entender. No sabemos, en fin, si la caja es a lo único a lo que aspiramos o hay otras cajas a las que acceder cuando éste se canse del cobijo que nos da y nos oprima el pecho o nos robe el aire. 


De un modo u otro son las cajas las que gobiernan el modo que tenemos de pensar y en el que nos comportamos. Toda la gran religión del mundo es la extensión metafísica y literaria de ese misterio puro que es la caja. Si hay cientos de millones de pequeñas cajas marca La Aurora en el espacio insondable. Si un dios caprichoso y rudimentario concibió de esa forma tan cruel la creación de su criaturas o fue el azar o la suma de los muchos azares el que manuscribió arteramente la trama exacta. 


Tampoco entusiasma pensar que el Gran hacedor sea metódico, conciso, consciente de su obra y se obstine en censurar los juegos, los caprichos, toda esa voluntad amateur de hacer las cosas que a veces le asignamos. Ese martillo pilón instalado en los cielos es el peor de todos los dueños posibles. Nosotros, creados a su entera semejanza, miramos con perversa fruición el confín cerrado de la caja, comprendemos la liviandad de la existencia que nos ha sido concedida, aceptamos la bondad de una hipotética vida fuera de la caja. 


Sobre esa posibilidad el inquilino de la caja ha formulado credos y ha levantado templos, ha reclutado ejércitos y ha derribado ciudades. Nada sabemos certeramente. Se nos escapa las razones del cautiverio. Ignoramos la naturaleza del obrador. Solo hay caja y frotar de alas. Mi mosca metafísica, la ignorante. La mosca antológica, la invisible, confinada en la cajita de fósforos La Aurora, en la caja cósmica junto a la baraja de cartas, junto al trompo, los cromos, el cómic de Carpanta. Un mundo. 


Una providencia de signos que con dificultad desentrañamos y contribuyen a que la opresión no nos desguace el tino o nos desmadeje el pulso trenzado de la sangre. Esa es la vida, querido lector. Se tiene de ella el anhelado propósito de que finalmente sabremos conducirnos por ella y no mirar el techo de la caja. Quienes la someten a escrutinio a diario exhiben una templanza de la que posiblemente carezcamos los descuidados, los ajenos, los inconscientes. Hoy he mirado el vuelo azul de las nubes y no he visto techumbre que las cobije. No caben tal vez en estas sutilezas en el discurrir torpe de mis pesquisas teológicas. 

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