Era una de esas canciones viriles y melancólicas de Bruce Springsteen de náufragos en la ciudad y novias de dieciocho años en asientos traseros de Cadillacs prestados. El río, que siempre es de Heráclito, dejaba en las orillas su manso inventario de prodigios cotidianos, su temblor íntimo, su himno perfecto. A lo lejos parpadeaban las calles y Mary dijo que estaba embarazada. No hubo flores en la boda. Ni viaje a moteles junto al mar. Ni siquiera el novio llevó un buen traje, pero el río siempre vuelve, los llama, les invita a que aparquen el Cadillac (que era de segunda ompodterior mano) y vean las estrellas de New Jersey por los cristales empañados de sudor y de promesas.
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