4.3.21

Diario de Campaña / Venturas y desventuras de un docente en tiempos de coronavirus


 

Estaba el consuelo de escribir y a su cuenta se recompuso el ánimo caído, pero he aquí al inquieto profesor de Filosofía Ramón Besonías decidido a desoír la tradición del contar en prosa y acudir al decir dibujado por lo que el diario que rindió carece de sintaxis, aunque sus personajes (más de los que ahora podría recordar, muchos más de los que se suelen recluir en muchas novelas) platiquen y hasta peroren, se angustien, amen, lloren y, llegado el caso, se alborocen y agradezcan la más pequeñas de las evidencias de alegría con las que el azar antojadizamente les entregue. Son esos personajes (cientos tal vez) los que llevan a cuestas la trama de la historia del narrador Ramón y ponen palabras a su perplejidad. Porque este diario de campaña (con sus venturas y con sus desventuras, con su arrimo de humor y su carga de tristeza) es una especie de confesión consensuada por todos los que padecimos (no hay un verbo que cuadre mejor) aquellos meses oscuros en los que creímos asistir a la demolición de un modo de vida y, en cierto modo, fue cierto que asistimos y, de hecho, excusadme la reiteración, continuamos en él. 

Puesto Ramón a domar a la bestia incivil que se había colado en su rutina, el bicho cruel, ya me entienden, miró con detenimiento la contingencia en cuyo primer hemistiquio estaba la asenso ciego (está bien, qué le vamos a hacer, habrá que conformarse) y en otro, mucho más creativo, estaba el disenso lúdico (tengo que hacer algo, no puedo flaquear) y se puso manos a la obra. ¡Y qué obra! De resultas de todo ello, se conminó a compartir sus reflexiones con quienes se asomaban a su pequeña casa en las redes. El diario que fue poco a poco confeccionando era cualquier cosa menos un soliloquio. Es el diálogo el que conduce sus ocurrencias. Pues son eso: pequeñas divagaciones, grandes a veces. Hay un destello inicial que prende una luz que el lector no puede contener y se extiende. Él mismo se arroga el papel de demiurgo, quién mejor, pero no es una visión unívoca, no hay un discurso planificado. Ni siquiera una suerte de desahogo visceral o poético. Diario de campaña es muchas cosas, pero sobre todo es un manifiesto de vida o un inventario de luces. Si las sombras se ciernen, hay que apartarlas con lo que se tiene más a mano. El hacedor de esta ambiciosa recreación del caos (no era otra cosa, a veces pienso que no es otra cosa aún) convino que sugerir con garabatos iba a ser la herramienta idónea. 

No se confundan: cada garabato tiene un mensaje. De cada uno de ellos podemos extraer un texto. Otro error podría ser que se creyese (a poco que se pasen las páginas) que es de educación de lo que se habla. Sí, el conflicto entre educación y confinamiento ocupa una considerable parte de la trama, pero bajo esa apariencia circula el mundo y su febril discurrir sin gobierno. No se arredren si no dominan la morralla léxica o no están al día con el Classroom, el Meet, el Zoom, el informe PISA, Gsuite, los indicadores, el aprobado general o el currículum. Sólo precisan que se avituallen de sentido común: él os guiará por los garabatos y os hará viajar por el tiempo (eso he tenido yo, una deliciosa y también a veces triste sensación de regreso al pasado) con la didáctica convicción (seguro que ese detalle está premeditado) de que algo se saque en claro de todo este sindiós que hemos vivido. El cronista tiene esa función: la de relatar sin que se descuide la pedagogía. 

La escuela es el paisaje de fondo, pero la escuela es la vida. La habilidad de Ramón consiste en que su libro exulte vida. Shakespeare (él nos lo recuerda) dejó escrito que el pasado es sólo un prólogo, de ahí que el diario no esté acabado: lo prosigue cada uno una vez que ha llegado a la última página. Tal vez ahí comience el verdadero libro, del que el autor sólo ha esbozado un gigantesco (heroico también) introito. En una página hay que parar, por supuesto. La docencia, quien la probó lo sabe, no tiene horarios, aunque afuera así se crea. Enseñar no termina nunca. Lo de que aprender tampoco no iba ni a ponerlo, pero quede escrito, por si acaso. Valdrá este diario para que el hipotético lector que llegue a él con inocencia (alguno habrá, ojalá) amarre unas cuantas ideas sobre la titánica labor de los maestros en lo más crudo del crudo invierno, permitidme que vuelva a Shakespeare. Hicimos que existiese escuela cuando no había confianza en ella. Hicimos que el caos de quienes nos legislan no hiciese sangre, con lo fácil que podría haber sido eso. El diario es un alegre (en el fondo es alegre) recordatorio de que no sólo hubo maestros envalentonados frente a aquella emergencia educativa, sino padres y alumnos y quienes, sin ejercer de una cosa o de otra, entendían que la vida tenía que continuar y que la escuela (cualquier escuela, cualquier lugar en donde se enseñe y se aprenda, ese camino de ida y vuelta) era el lugar más delicado de todos. 

Quien escribe esto no puede dejar de pensar en el amigo y en la felicidad que le rebosa cada vez que coge sus bártulos y dibuja. Debe procurarle el mismo alivio que otros obtienen escribiendo, pintando o haciendo tortitas, pero hay algo maravilloso en su método: es divertido. El diario de campaña es un libro divertido. No sé si también triste. No hay diversión que no tenga una tragedia en ciernes. O viceversa. En los días en que lo he leído (y visto, son dos verbos los que debo usar) he sentido una emoción que creía apartada, si no olvidada: la de lo duro que fue aquello. Fuimos náufragos. Éramos islas, pero ah, voluntad de las voluntades, vocación de las vocaciones: creemos en la Educación, en su mudanza continua, en su valor permanente. Debiera ser leído (o visto) este libro como una declaración hermosa de amor a la Educación. También un alegato contra los fanatismos o contra la ignorancia o contra la hipocresía o contra cualquier circunstancia que la mine o la doblegue o la convierta en un juguete de los políticos, que son (al cabo) los que la visten y la desnudan y la sacan de paseo o la confinan (perdonad el verbo) en unos de esos sótanos de los ministerios en donde se amontonan archivos enormes con millones de páginas en las que hay miles de leyes. Y algunas tan huecas y algunas absurdas. 

Animo a que el lector sensible (iba a escribir generoso) se haga con este libro. No porque lo publique un amigo, que también, sino porque hace más transitable (y más ameno y más limpio) el camino que va de la oscuridad hacia la luz. Sí, dejadme que os explique: hay libros que tienen mucha letra menuda y son grandilocuentes y hablan sobre la terrible pandemia que padecemos y cómo afectó (afecta todavía) a la escuela, permitid que me centre en ella. Libros bien escritos, hondos, con fuste. Bien. Hay lecturas que te pueden cambiar la vida, eso ya lo sabemos, pero esta humilde criatura tiene la misma ambición que esas proezas del intelecto literario y, a diferencia de muchas de ellas, llega adentro, se cuela. Su objetivo (escribe Ramón) es dejar constancia, no olvidar la incertidumbre y el desasosiego (a menudo agravados por la indecisión política), pero tampoco la resiliencia de docentes y estudiantes, condenados a seguir comunicándose pese a todo. Porque se trata de eso, qué se creían: seguir hablando, no dejar de conversar, promover la discusión (sana, por favor) y acabar con la certeza (a veces frágil) de que ha valido la pena cambiar de opinión o que otro, a fuerza de escuchar, renuncie a la suya y nos la dé. No porque sea nuestra, sino porque fue más elocuente o razonada que la propia. 

Adenda: Otro mérito añadido (ya acabo) es el dibujo en sí mismo. Qué bien dibuja mi amigo Ramón. 

Adenda 2: Y qué pertinentes sus cavilaciones. Algunas (muchas, la mayoría) parecen que uno las ha vivido en carnes (ay) propias. 




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