Camarada Fernando Oliva, un día acabaremos viéndonos en la cubierta blanco y negro del Potemkin. Un acceso de sentimentalismo nos arruinará todas las conversaciones preparadas. Las mías en un cuadernito rojo, las tuyas en uno arcoiris. Tiraremos los cuadernitos al mar de Barents. Brindaremos con vodka del bueno una vez, varias veces. Escribiremos una novela de cinco minutos cuando estemos bien ebrios, la leeremos en ruso, camarada Fernando Oliva, la leeremos en ruso.
Mi voz es pasto del musgo.
El aire tiene su arquitectura, su gesto de huérfano.
El lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca no es un asunto poético, no me pidas que le escriba un soneto. He pensado, no obstante, en tu pezón izquierdo, en el derecho, en los dos mirándome, bizqueando, he pensado en qué podría ocupar el estro poético, si en el pezón estrábico o el lunar sin metáforas.
Pasamos la noche abrazados a la muerte, la pequeña, la muerte dulce sin bajas visibles. Yo he visto la sílaba de las cosas, el centro exacto del cosmos, la razón de que tengamos alma, pero después se me han perdido esas revelaciones, las he dejado en la noche, en el libro de lo oscuro y allí están, anudadas, encendidas sin luz, las palabras de los hombres, para quien las reclame y sea digno. Ahí volcamos la enfermedad y la alegría, el cuerpo al que prevenimos del pánico de que se nos muera y el alma que tutelamos hasta que nos deja.
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