Dante dejó escrito para su Beatriz que el amor mueve el sol y también las estrellas. Incluso Paulo Coelho tendrá su modo de entender la razón primera de las cosas, la que hace que todo pugne por ocupar un espacio en el cosmos y conspire para que la luz triunfe y la armonía engulla al caos. Sólo hay que fijarse en algo tan sencillo como el hecho de que dos personas se casen. Hay quien lo hace todavía, da igual la manera en que se refrende y dónde. La sencillez proviene del hecho de que compartan sus vidas. En esencia es ésa la prueba que asienta la existencia del amor, la de que dos personas decidan que el resto de sus existencias van a estar juntas y de que todo lo que suceda les sucederá a los dos. Este no va a ser el texto en que se detallen las bondades o la maldad del matrimonio. Tiene lo que tiene la vida: el mismo peso de felicidad y de tragedia, idéntica porción de belleza y de fealdad. Este es el texto en el que el autor se maravilla de la consistencia del amor cuando acaba de nacer. No creo que haya nada más firme que esa voluntad de fascinarse por el otro y de hacer que todo gire bajo el hechizo de esa manifestación pura de dependencia. El enamoramiento, al modo en que sucede la fe, carece de un protocolo, no es posible adiestrarlo, no se puede administrar, ni forzar. Va a su antojadiza bola y no valen estudios sesudos ni ecuaciones. El amor y la fe son tal vez los dos hechos incontestables de la locura del alma humana. Nos enamoramos o sentimos la llamada de la fe sin que podamos verter argumento alguno que justifique ambas decantaciones del espíritu. Recuerdo una canción de Sting que habla de un matrimonio secreto. Lo son todos, en cierto modo. Funcionan en privado. Existe uno público, el de la pareja que funda un hogar y sale a la calle del brazo y compra en el súper el viernes o lleva a los niños al médico cuando enferman. Luego está el íntimo, el privado, el matrimonio secreto. De ése hay una literatura riquísima. Sucede puertas adentro, respira corazón adentro, en la intimidad maravillosa o atroz del salón de la casa, donde no hay música de Brahms ni valen las conspiraciones de Coelho o las ocurrencias cosmológicas de Dante. No importa qué tipo de pareja sea ni qué tipo de familia construya. Lo que me parece extraordinario de verdad es que perduren en el tiempo y se amen cuando la vejez les hace flaquear y empiezan a dolor todos los huesos, los huesos del cuerpo y los del alma juntamente. Es de una ternura asombrosa la visión de la pareja de ancianos cogidos del brazo, paseando o yendo de compras o regresando de casa de los hijos, que acaban de casarse tal vez o les han anunciado que ya no es posible ir más lejos y separan sus vidas y empiezan de nuevo. El amor es no empezar de nuevo o quizá empezar de nuevo diariamente, pero sin cambiar el decorado del tránsito. Da igual que la fotografía del casamiento sea de un gris que da pánico y las chimeneas vomiten el humo de las tripas infernales de las máquinas o que el novio, por impericia del fotógrafo o por una pericia absoluta, no se vea del todo y esté tapado por el volumen de la novia, que mira las flores y piensa probablemente en qué hará con ellas o en si la tela del traje, tan mimada, acabará estropeada por lo abrupto o lo sucio del terreno. No importa, se dirá en sus adentros. El sol se mueve por lo que hago y a su par, en danza, las estrellas. El amor es el que escribe todas las páginas memorables. Las otras, las que no merecen elogio, no hacen que el sol brille en el cielo y la luna vigile el acecho de la oscuridad en la noche. Ahí es cuando acuden los días huecos y el corazón envejece.
28.3.21
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