Puede uno levantarse bien temprano, procurando no hacer ruido, fatigando la casa con sigilo, prepararse un café, abrir un libro de poesía de Kavafis y leer unos cuantos poemas junto a la ventana, viendo cómo abre el día, observando cómo la luz prospera y el ruido de la calle hace que vibren, con timidez, con rubor también, los cristales o pensar en el amor de juventud: pensar en su cara, confirmar que ninguno de sus trazos se ha extinguido, obligarse a repetir los gestos que hacía y fantasear con la posibilidad de que un día se nos cruce en una acera o haga cola en el banco y nos salude, lo cual (bien pensado) arruinaría la novela de su recuerdo y nos enfrentaría a la realidad, que suele ser (casi siempre) inferior a la idea de realidad que nuestra voluntad ha ido esculpiendo en la memoria o abrazar de pronto el calvinismo en la intimidad, un tipo de calvinismo modesto, en fines de semana, de modo invariable y obstinado, y caer durante los días de corriente en un laicismo convencido o cantar en la ducha, sin alardear de vozarrón, pero entonando con esmero alguna canción meliflua de los setenta en un italiano aceptable o escuchar indie pop en un viejo walkman que ayer rescatamos en una de esas limpiezas de trastero que tanta falta hacen de vez en cuando. Una de esas cosas he hecho yo hoy y creo que satisfactoriamente.
21.3.21
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