24.6.24

El vértigo de la sangre



Son de costumbres sencillas. Compran fruta en los mercados, saludan con agrado a los vecinos, pasean en familia. Algunos contrajeron la inquietud de la fe; otros, conmovidos, los de la veneración de la belleza. Los más reacios a consentir esas rutinas de la convivencia apenas salen. Ocupan el tiempo en  distracciones nostálgicas. Se aprecia esa perturbación de los sentidos porque parpadean ridículamente y emiten unos gruñiditos a los que no se les pueda adjudicar un significado. A algunos les vamos tomando cariño. Su recelo es indistinguible del nuestro. Que se sepa, todavía no ha habido una alianza de civilizaciones. Ninguno de ellos ha cortejado a ninguno de los nuestros. Por mucho tiempo que lleven aquí, no se dio ese arrimo de amor por nuestra parte. No porque algo suyo nos haga retraer el empeño, puesto que no diferimos en aspecto ni en idioma y hasta reímos y lloramos por los mismos alegres o tristes motivos. Yo mismo me he sentido particularmente inclinado a intimar con alguno, pero algo indescifrable censuró esa intención pura de la que no me he zafado aún. Ayer me sorprendí parpadeando ridículamente, emitiendo unos gruñiditos a los que no supe asignar un significado. A veces tengo nostalgia de algo que no comprendo. Otras, con perpleja anuencia, miro el alto cielo como si comprendiera y albergo la esperanza de que no esté solo. 


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