H.H. se sienta en una mala silla de camping al borde de una piscina de un motel discretísimo de una de esas carreteras secundarias que atraviesan el país. Su cabeza es un alambique que destila fiebre y mugre, pero la mañana es de un fulgor que arrebaña y hay oro suspendido en el aire como polen. Es el vértigo recién libado el que hace que sonría. Ha mordido la fruta prohibida, ha bebido el licor de la dicha con los labios de un príncipe. De su aventura equinoccial ya solo queda el Chevrolet. Ella duerme en la habitación. La ha tapado con las sábanas para que no coja frío. Se está echando encima el otoño. Los árboles del jardín empiezan a descuidar su entereza. Él se piensa árbol. Advierte que esa quietud majestuosa agrada a su cansancio. No tiene el vigor de antaño, pero cree poder acometer alguna escaramuza. La de su nínfula empieza a ocasionarle más quebraderos de cabeza que otra cosa, pero no sabe cómo vivir sin que ella lo consuele del estrago de la edad, no ha encontrado con qué reemplazar su esplendor, que es un poco el suyo, ahora que empieza a declinar toda convicción sobre la conveniencia de sus actos. Ser únicamente árbol, uno cualquiera, no se precisa ninguno con alguna singularidad que haga que se le preste una atención mayor, ninguno que rivalice con los demás. Dejar que el paisaje amenice su estancia en la tierra. Sentir la comezón de la tierra. Admirar la sencilla elocuencia del aire. No tener que buscarla cuando ella decide irse. Quizá ya lo haya hecho.
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