Fotografía: Marina Sogo
Una de las palabras que más gusta del diccionario de la Real Academia de Espsñola es paisano. Me hace pensar en la felicidad sin que sepa bien por qué. La he escuchado en la puerta de mi casa. Un anciano saludaba a otro esta mañana bien temprano. Charlaron y yo los escuchaba desde la ventana. Paisano, qué haces, dijo uno. Por extensión, alrededor de paisano, afincada en los márgenes, merodea país. Sobre él, escrito a su ancha espalda, flota el concepto de nación, que engendra el inevitable nacionalismo. Ahí el amable lector puede incluir bandera, himno, patria, terruño y hasta el deje fonético que se estile en su tierra. Descreo de algunas palabras porque las palabras arrastran ideas, y las ideas, cuando se forjan con materiales duros y se van adorando en el transcurrir agreste de los siglos, provocan ideologías, conflictos, abren brechas en la convivencia de las personas y, en última instancia, hacen que nos vayamos matando unos a otros a conciencia, a medio camino entre el deseo de que nuestras ideas pervivan y el de que la idea del otro fenezca. Las armas las carga el lenguaje. No existe el diablo igual que no existe Dios y, al tiempo, en su bendita paradoja, ambos nos rondan y a ellos rendimos el más hondo de nuestros desvelos, pero no hay nada fuera de las ideas. Ni siquiera el rubor cuando se nos halaga o la sustancia de los sueños o el eco cuando se expande y hace que tremole el aire.
La idea de Dios también es de tremolar por los altos paisajes del pensamiento. Se piensa a Dios y esa circunstancia lo hace verdad para quien se ocupa en sentirlo. Dios es una palabra formidable para enredar una tarde de café y sentir el pecho trascendente y el corazón henchido de metafísica. Creo en muchas palabras, no obstante. Porque las palabras arrastran ideas y las ideas también forjan prodigios y cierran, una vez abiertas, las brechas que otras palabras abrieron. Las armas las descarga el lenguaje. Hoy tengo el corazón henchido de lenguaje. En días recientes, lo que hay son muchas palabras, ellas me abrazan, me requieren atención, me interrogan, pero no cuajan, no dan con la trama que las arrime y las haga funcionar, ser felices. Una palabra puede aspirar a ser feliz. Cuando lo son, lo es el que las dice o el que las escribe o el que las escucha o las lee. Tenemos el país manga por hombro porque las palabras están enfermas. Se avendrán a respetarlas, cuando se den cuenta de que las palabras merecen un respeto, los que las enfangan, los que las vacían de amor y las cubren con odio. Tal vez todo vaya a mejor cuando se prestigien las palabras felices, así de ingenuo me siento hoy.
Es a la educación a la que no le tienen afecto. La usan poco, la usan mal. La ningunean casi siempre. No se dan cuenta del daño irreparable que causan, no ven más allá de lo que desean ver. Ya nos daremos cuenta más adelante del roto que están haciendo. Porque es un roto, un agujero por el que se cuelan todas las enfermedades del espíritu. Es ver las noticias en televisión o leerlas en la prensa o escucharlas en la radio y sentir una congoja indecible. Qué desprecio el de los políticos que las esgrimen. Porque es portarlas como armas lo que hacen, usarlas como piedras, lanzarlas a ver a quién le hacen un boquete en la cabeza. Hemos perdido el amor a las palabras. Juntamos unas con otras sin voluntad de que iluminen: solo se persigue el daño, la posibilidad de que hieran. Por eso la poesía: por su cualidad de puente entre lo que no se ve y lo visto en exceso, por su entera disposición a prestigiar la hondura de las palabras, que son órganos del cuerpo común que nos contiene a todos.
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