EN EL CENTENARIO DE LA MUERTE DE KAFKA
He escrito 7 textos sobre Kafka en los últimos 10 años. Los recoge mi blog y los he compilado hoy tributariamente al cumplirse cien años de su muerte. No me anima ninguna intención académica. Tampoco sabría. Es el anhelo sencillo de contármelo, de hacer que comparezca y me turbe. A lo mejor los ocho son el mismo texto. Uno hubiese valido, ninguno. La idea de que escribimos un solo texto no ha dejado de rondarme.
1
A lo primero a lo que uno se inclina en Kafka es a considerar la acústica de esa palabra. Kafka. Kafka. Kafka repetido una docena de veces. Hay una belleza ineludible, con la que se abren paso algunas de las bellezas menos evidentes o un tipo singular de belleza sin la que yo mismo no podría subsistir al modo en que ahora lo hago. El gris Kafka, el escritor, el oficinista, soporta la realidad en la creencia de que las noches las llenará de armonía o de caos con su escritura. Escribimos para que las noches limpien todo lo gris que ha ido abandonando el día o para enturbiarlo adrede. Con la propia mano. Haciendo del error un mapa. Se escribe para estar a salvo del rigor del mal o de la tristeza. Somos Kafka en una habitación, mirando la hoja en blanco, pensando en cosas que no podrían explicarse a viva voz nunca. Kafka en la soledad infinita del alma. Kafka era un ángel oscuro, un completo desgraciado con un don. Un espejo también.
2
En los cuentos de Kafka huele a naftalina. Una ebriedad rancia afluye. Es la resaca la que escribe, no él mismo. La vida, incluso la mala vida, invita a que se la registre. La felicidad no tiene escribas. El júbilo se recama de grises. La luz se deja convidar por la sombra. Las palabras, las más festivas con más declarado entusiasmo, permiten que se les rezague una sílaba o que un matiz en la restitución de su fonética haga preludiar la descomposición del significado. A Kafka, cuando se encaminaba a la oficina de seguros en Praga, se le iban envalentonando las palabras. Unas consentían una inminencia de gracia; otras, las menos, un festín de lujuria, pero las que metía en los bolsillos y masticaba en la memoria eran las grises, eran las turbias, eran las pobres de espíritu. Kafka era un pobre hombre. Cuando se le lee con el ánimo en alza, acude un frío del que no se zafa uno hasta que otro frío mayor lo reemplaza. Lo bueno de leer a Kafka es que el frío que nos transmite curte el nuestro, lo pone frente a sí mismo, hace que dialogue con él, lo sublima y endiosa
4
Kafka dejó instrucciones a su editor sobre la conveniencia de que ninguna ilustración acompañara al texto. No quería (se obstinó mucho a ese respecto, al parecer) que el lector manejara información añadida a la vertida por él, al texto brutal y sin concesiones. Todos somos Kafka a veces. Nos acostamos siendo una cosa y somos otra al levantarnos. Se tiene constancia de esa aberración, pero no nos parece diferente a la que sufren los demás, que exhiben el mismo desquicio físico. Todos somos Gregor Samsa. Se nos quiere hasta que de pronto exhibimos un comportamiento erróneo. Hay días en los que percibes que eres otro al poner el primerizo pie de la mañana en el suelo. Estamos postrados en una cama, el vientre se abomba monstruosamente y al costado nos crecen alarmantes patas. Perpleja, la familia nos conmina a que nos recluyamos. Por el bien de todos, por el nuestro. No somos dignos, no merecemos piedad, parecen decir. Damos miedo, somos el miedo. Kafka no bruñó a su criatura, la alumbró sin que ninguna de sus deformidades constituyeran amenaza, pero todo él era una amenaza. Igual que no sabemos las causas por las que Joseph K. fue condenado, tampoco sabemos las que llevan a Samsa al postración (aunque tenga alas, eso es un detalle importante, el hecho de que no acabara volando Samsa, lo cual añade absurdo a todo el relato) y a la humillación física y mental. Duele (al verlo) la humanidad que no acaba de aflorar e imponerse a la mutación que nos cuentan nada más empezar la trama: se queda abajo, no prospera, se da por hecho de que no habrá vuelta atrás. Es la evidencia de que no podemos confiar en que mañana no seamos nosotros los mutados, de que no hay nada fiable a lo que asirnos y que en cualquier momento puede irrumpir el caos y hacer que todo adquiera la inconsistencia del absurdo. Lo más curioso, lo que a este cronista de sus vicios más le fascina, es la justeza con la que Kafka vierte el quebranto de su personaje, cómo censura cualquier alarde sintáctico para que la historia suceda con verosímil fluidez. Toda esa degradación que sufre el protagonista es la misma a la que íntimamente se teme desde que tenemos conciencia de que existe la enfermedad y que puede reducirnos a escombros. Duele también la incivil ocupación de su convalecencia por parte de los suyos: lo alimentan, lo consideran una excentricidad, una anomalía de la naturaleza que les ha tocado en desgracia, pero llega un momento en que deciden deshacerse de él, se desentienden de la humanidad que se supone todavía anida ahí debajo, en algún lugar bajo el espeluznante caparazón de ese (creemos) escarabajo, a todas luces parece la opción más conveniente. No sé si podremos convenir que La metamorfosis continúa ofreciendo una lectura igual de inquietante que cuando fue escrita, albores de la Primera Guerra Mundial. Si su sentido no es todavía el mismo: la sinrazón de la vida, la cruenta cuenta de los dolores, la sensación de que el hombre es un animal extraño, desarrolle alas o patas o antenas. Es capaz de todo el horror. Está facultado para desoír todo el horror que acaba de causar.
5
Lo verdaderamente doloroso en la historia del oficinista Samsa no es tal vez que amanezca transformado en un bicho, no sabemos con seguridad si insecto u otra cosa, tampoco las causas de la metamorfosis, sino el hecho de que esa circunstancia trastoque su rutina y falte al trabajo. Hay una certeza imborrable: la de asistir a la claudicación de un individuo (ataviado con la misma humana fragilidad que detenta cualquier otro) y la construcción (brusca) de una criatura patética y repulsiva, con la que se presenta en la narración y que la condiciona enteramente. Borrados los rasgos humanos o arrumbados a un confinamiento remoto de su cabeza, el monstruoso Gregor Samsa reclama humanidad a los suyos, pero no la consigue, lo cual refuerza la suya propia, incluso vestida de horror, manifestada en la tristeza de los ojos, quizá no hubiese más indicios de que ahí adentro se afanara por aflorar. Kafka dejó instrucciones a su editor sobre la conveniencia de que ninguna ilustración acompañara al texto. No quería (se obstinó mucho a ese respecto, al parecer) que el lector manejara información añadida a la vertida por él, al texto brutal y sin concesiones. Todos somos Kafka a veces. Nos acostamos siendo una cosa y somos otra al levantarnos. Se tiene constancia de esa aberración, pero no nos parece diferente a la que sufren los demás, que exhiben el mismo desquicio físico. Todos somos Gregor Samsa. Estamos postrados en una cama, el vientre se abomba monstruosamente y al costado nos crecen alarmantes patas. Perpleja, la familia nos conmina a que nos recluyamos. Por el bien de todos, por el nuestro. No somos dignos, parecen decir. Damos miedo, somos el miedo. Kafka no bruñó a su criatura, la alumbró sin que ninguna de sus deformidades constituyeran amenaza, pero todo él era una amenaza. Igual que no sabemos las causas por las que Joseph K. fue condenado, tampoco sabemos las que llevan al postramiento (aunque tenga alas, eso es un detalle importante, el hecho de que no acabara volando Samsa) y a la humillación física y mental. Duele (al verlo) la humanidad que no acaba de aflorar e imponerse a la mutación que nos cuentan nada más empezar el relato: se queda abajo, no prospera, se da por hecho de que no habrá vuelta atrás. Es la evidencia de que no podemos confiar en que mañana no seamos nosotros los mutados.
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Escribe Kafka en sus diarios que se hizo cortar el pelo o que se pasaba días enteros en la cama o que ocupaba las tardes mirando el campo desde la ventana o que está diez días sin que un pequeño arrimo de inspiración le dicte una página o que paseaba con las manos en los bolsillos y apretaba adentro los puños hasta que le dolía el brazo. De Kafka he tenido siempre una opinión literaria favorable, pero me ha fascinado mucho más la persona, lo que se deja ver si uno escudriña en sus diarios, no en las novelas o en los cuentos, donde todo está muy aliñado de literatura, por decirlo de alguna manera, donde cabe la tragedia como recurso, aunque no venga limpia de biografía, qué voy a decir yo sobre eso. En los diarios se transluce una vida interior que únicamente obedece al instinto primario de escribir. La literatura es una casa ya amueblada, en la que se han colocado con esmero los enseres y se ha cuidado al detalle lo que la visita puede observar sin que parezcan curiosos. Otra cosa, otra bien distinta, quizá de una intimidad más respetable, es el hecho de escribir sin la obediencia de las formas, sin que exista en modo alguna la evaluación de un lector externo, distinto al que se aplica a la escritura misma, a su yo sin escindir todavía. Como si el Kafka lector fuese el único inquilino de la escritura, aparte del Kafka escritor. Todos los escritores debieran escribir en esa privacidad idílica. También he apreciado esa credibilidad absoluta en los diarios de Canetti o de Pessoa. Porque el Libro del desasosiego, enmascarado en las máscaras oportunamente interpuestas, es un diario enorme, uno de los que más pueden afectar al que lee, si bien he tenido mis aplazamientos con él, tal vez por excesivo apego o por dar descanso a la fascinación, que a veces no es conveniente. Digo afectar en su sentido trágico. La literatura, la buena, es siempre trágica. Incluso la feliz, la que irradia armonía, cela fragmentos terribles. Basta hurgar, dar de uno lo que no se suele, ahondar, saber ver, encontrar el sentido, una vez que se han creído encontrar los argumentos. La vida es un poco así. Se matrimonia la risa con el llanto, se ve la coyunda paradójica de la luz y de la sombra. Kafka es el mejor en esa difícil travesía. Nadie como él ha explicado mejor la imposibilidad de salir airoso de este viaje. Me falta leer mil libros más para afirmar eso con más rotundidad. Incluso si los leo, no podré ser tajante de ninguna manera. Hay Kafkas por ahí perdidos, muchos, imagino, pero no han tenido difusión, quedan en literatura doméstica, en escritos que se pasan los amigos, en entradas tristes en un blog al que casi nadie entra. Ahora que acabo los diarios, vueltos a leer tantos años más tarde, me siento más vulnerable que antes, menos firme en muchas cosas que antes creía sólidas. Por otra parte, también me ocupa el pecho una especie de temblor divino: el de la creencia de que todo lo que me ocurre tiene la importancia que yo desee darle. Kafka (incluso el Kafka apático, el triste, el que llevaba a cuestas el sello de la incomprensión, el que se hizo cortar el pelo o echaba días enteros en la cama o apretaba las manos en los bolsillos) era un fantástico observador de la vida. Da gusto leer cómo extrae sustancia de donde no parece haberla. De Kafka (ya acabo, me tengo que vestir, me voy a trabajar) se posee una imagen deteriorada, la que se ha ido construyendo sin pensar mucho, sin leer mucho tampoco.
7
No sé mucho de la vida de Kafka. No he leído ningún libro biográfico, ni tengo información más allá de la que aparece en ocasiones en suplementos culturales de prensa o en notas encontradas en blogs de amigos (Carmen Anisa lo adora, Juan Pedro García lo adora) o en ciertas revistas literarias a las que acudo con cierta frecuencia. No sé mucho y, al tiempo, de alguna forma, no preciso saber más. He logrado que Kafka no interfiera con el escritor Kafka. Se hace a veces difícil separar lo escrito de quien lo escribe; la persona, del autor. Podría añadir a Lovecraft o a Borges, a Cortázar o a Pavese. Debiéramos leer sin que nos contamine la periferia de la lectura. Estar en Jakob Von Gunten, en su instituto escolar, comido por el frío y por el tedio, sin pensar en que Robert Walser murió en la nieve en una clínica psiquiátrica de Berna en la que fue paciente durante treinta años. Pensar en Neruda y no escuchar su voz acaramelada, como de niño que ensaya la fonética de las palabras y las declama como si estuviese rezando y Dios le escuchase. Pensar en Onetti sin caer en la visión del cenicero en la cama y las colillas ocupándolo entero, escribiendo su prosa impecable desde la enfermedad o desde la pereza más absoluta o incluso juntamente con la influencia enriquecedora de ambas, si es que tal cosa pueda pasar. Dicen que la última rendición de las causas y los azares de la desdichada vida de Franz Kafka contiene trazos de una existencia no tan triste, a pesar de la tuberculosis, de sus proyectos matrimoniales frustrados o de su temor a que nada prosperase y la vida no le invitara a nada mejor que escribir a la salida del trabajo. Leo ahora que entretenía a los amigos proyectando la sombra de sus manos en las paredes o que era especialmente habilidoso en chispeantes juegos verbales. Deberíamos leer a Kafka pensando en Poe. Hacer que en nuestra cabeza se impregne bien fuerte la idea de que fue Poe quien escribió La metamorfosis o América. Hacer que Kafka o la idea que nos hemos hecho de Kafka reemplazara la que tenemos del mismo Walser, encerrado en el psiquiátrico, esperando que la muerte lo alcance en un paseo invernal a las afueras del recinto de su pabellón. Leer sin información añadida, podemos decir. No manejar ni siquiera nombres. Dejar de manejar nombres y sólo ocuparnos de la bondad de lo leído, pero es sólo un pequeño volunto dominical. Ni siquiera yo, proponiendo esto, sería capaz de llevarlo a término. A veces la propia vida del escritor se cuela por la evidencia tangible de su obra. Sin que ellos, al escribirlo, lo pretendan en absoluto, pero sucede. Poe planea por Poe. Lovecraft es una especie de espectro que pasea pueblos deshabitados en donde se ocultan dioses primigenios. Kafka es Gregor Samsa con más frecuencia de la que desearíamos. Samsa convertido en Kafka. En otro orden de cosas está leer la novela o la poesía de quien conoces, con quien has paseado o tomado café o empinado el codo en una barra de viernes. He leído con absoluto alborozo cuentos y novelas de gente a la que profeso un afecto muy grande o a quienes admiro no ya como escritores sino como personas, de esas (ya digo) con las que hablas de fútbol o de lo mal que está la educación o los precios del marisco en las plazas. Esa lectura, hecha así, sabiendo quién está detrás, es curiosa también. ¿Cómo separar la persona y lo que sabemos de él y lo que nos ha confesado también del autor, de quien ha volcado otro yo, no lo dudo, pero íntimamente el mismo? Uno mismo, al escribir, se escinde también, se hace dos o tres o los que se precise para que, en esa disolución, el yo real se desvanezca o desaparezca de cuajo incluso, pero todas estas cosas, al ser pensadas, también se desvanecen, se pierden, no sabe uno cómo acometerlas, con qué palabras volcarlas. El domingo se ha puesto una brizna kafkiano. Roto asumible. Lo remendará el sol en la calle. Hoy luce con elegancia. Luego saldré a ver si distraigo las obligaciones (cien exámenes que corregir, por lo menos) y lo saludo. Al sol, digo.
8
La primera vez que leí a Kafka en serio iba en un barco de la Armada Española, el Castilla, un buque de mando anfibio que estuvo en Vietnam. Lo hacía en cubierta, procurando que no se me volase el libro. A veces me quedaba en una especie de cantina en el olor a metal quemaba la nariz. Durante dos semanas de maniobras marítimas (seguro que era otro el nombre) no tuve mejor compañía que ese libro de cuentos de Kafka. Estaba en la litera que me hicieron ocupar. Debió olvidarlo el inquilino anterior, un soldado de reemplazo superior seguramente. Hoy he visto en una de esas páginas que uno pilla al azar, sin que haya nada en particular que busque en ellas, una fotografía del buque y no he podido evitar pensar en Kafka, en esos días de navegación aburrida, en la que no desempeñé oficio alguno, salvo el poco estimable de retirar los platos de la mesa de los mandos y arrojar sus restos a una trituradora gigantesca. Entre desayuno, almuerzo y cena, ocupaba un buen par de horas. El resto del tiempo leía y releía a Kafka. No había otra lectura en el barco, no vi biblioteca a la que acceder, ni nadie de quienes iban conmigo subieron a bordo libro alguno. Recuerdo que leía a Kafka y escuchaba en mi walkman Aiwa una cinta TDK con dos discos de Depeche Mode. Es una mezcla extraña, no sé todavía cómo casar todo aquello. No albergo tampoco razones que me inclinen a casar nada. Los recuerdos están ahí, a flote en alguna superficie esponjosa, no del todo dura, a la que no se le hace aprecio hasta que una pequeña ondulación de la superficie las agita y las hace emerger, izarse, ponerse bien a la vista. En una especie de bookcrossing precoz, dejé el libro de cuentos (la portada era roja, no recuerdo la editorial) en la litera que abandoné. Al desembarcar y pisar Málaga, fui a una librería y compré un par de libros de Kafka. Durante esos meses, leía a Borges y leía a Kafka. También el Marca del cuartel en San Fernando y las cartas de los amigos. Empecé a escribir un poco más en serio por aquel entonces. Mi amigo Antonio Sánchez y mi amiga Auxy Salido saben de qué hablo. Imagino que, de leer ahora esas cartas, que ellos guardan en un AZ, vería a Kafka. Estaría ahí, mirándome con su cara de incomprendido. Luego he vuelto a él muchas veces, pero nada me ha parecido igual de revelador como descubrir de verdad a Gregor Samsa en la cubierta de un buque de guerra, en la prestación del Servicio Militar.
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