Es grato ver al caminante
cobijarse en la posada,
defenderse de la lluvia y de la noche,
invocar al dios de la cosecha,
prendarse del olor del vino,
ufano del fragor ebrio de la sangre,
desplomarse más tarde en el camastro
tal que yerto fardo, aire ardido,
sin deseo de fatigar el pasillo
donde buscar un cuerpo cómplice
en el que festejar con ciego arrobo
el estupor feliz de la carne,
no dar entonces con la puerta
tras la que acaso la hija del posadero,
arreciada de frío,
seda pura en sed de hombre,
ansía que un cuerpo joven y diestro
le haga arquear el suyo
en la sábana en la que su soledad fallece
y la virtud manche de loca sangre
el blanco severo de la blonda triste.
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