10.6.24

Elogio de las palabras secretas

 



El diccionario llama secundípara a la mujer que pare por segunda vez y no veo ocasión de pronunciar la palabra en una frase. Ayer no di con el modo. Me temo que hoy suceda lo mismo. Tampoco mendaz, ni ósculo. Me conformaré con usar mentiroso y beso. A esas se las puede embutir en cualquier sitio. Hasta un niño pequeño lo haría. Sin embargo, mi inquietud léxica no ha dado con un reemplazo de la voz ajear: el ajeo es el chillido que da la perdiz cuando se ve acosada. Ajea uno también cual perdiz si se le embosca, cuando lo cercan. Tiene el boscoso idioma español palabras asombrosas a las que jamás acudimos, pero que están ahí, a la espera de que las vertamos. 


Mi amigo K. se prendó de la palabra pusilánime, que no es retorcida ni se escapa al común de los hablantes, pero que poseía a su entender una sonancia formidable, un influjo hipnótico, un veneno maravilloso. Estuvo un día entero usándola a tutiplén. He escrito a tutiplén y he sentido un vértigo. Parece que nos caemos al decirla. Está bien caerse en lo fonético y levantarse en lo semántico. Hay días en los que uno no piensa en lo que las palabras esconden sino en cómo se exhiben, qué traje usan para airear lo que pensamos. De hecho, sin entrar en honduras,  la palabra tutiplén no existe salvo que hagamos que la vocal “a” la anteceda. Si nos paramos a pensar en estos matrimonios léxicos descubrimos historias fascinantes dentro del lenguaje, que es una forma de decir historias fascinantes dentro de uno mismo. Somos las palabras que decimos y también las que no. 


No haber dicho jamás secundípara y decirla y reconocer que mi mujer lo es. Evito decir secundípara a pesar de saber qué expresa porque no es en modo alguno una palabra razonable. Lo es pájaro o incluso la terrible genocidio, pero secundípara es una marca rocambolesca del lenguaje, una de esas construcciones semánticas que ocupan un huequecito pequeño en el diccionario y que, salvo en días como hoy, no forma parte del acervo léxico de un individuo normal. Bien al contrario (es la segunda que hoy escribo bien al contrario) uno la acepta en una conferencia sobre genética o en un simpósium de matronas, evento no dudo que excitante si se tiene jurisprudencia o ánimo. 


Pasa lo mismo con el ajeo. Seguro que en el medio rural los asuntos de las perdices son pieza frecuente en chácharas de taberna, pero yo me voy a morir sin usarla. Quizá esa reflexión trágica sea irrelevante. Me asomo al interior de las palabras y es como si me asomase a mi propio interior. Como si estuviese hecho de palabras y el descubrimiento de alguna (ajizal, repinaldo, mozcorra, pábulo) te hiciese comprender que estás más cerca de entender la maquinaria sutilísima del cosmos, el plan celeste, la trama metafísica. Yo, al menos, cuando escucho una palabra nueva y la entiendo (es importante que no entre por un oído y salga por otro sin dejar dentro un poso) me siento más cerca de Dios. Incluso la palabra Dios, escuchada sin anclaje cultural, desguarnecida de toda la maraña arcangélica, me parece preciosa. El amable lector habrá advertido el uso de la palabra maraña junto al adjetivo arcangélica. Es que uno se delata a poco que se deja engolosinar por lo que escribe. Soy un sentimental léxico. En casa, hay diccionarios que ocupan una balda muy querida. Acudo a ellos con devoción, respeto y gratitud. Los compraba yo y luego participó por obligación académica mi hija. Parecen biblias paganas. Sin ellos, ni biblias habría. En clase, cuando hablo, traigo a lo que digo su reverso oscuro, su parte secreta. Cuelo palabras que no entienden mis párvulos alumnos, coloco las mansas entre las montaraces y espero a que el oído sensible se dé por avisado. 

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