Contemplar el advenimiento del verano
en las copas de los árboles.
Dejarse mecer por la umbría
destreza de las claras ramas.
Ahí, en su altivez sin desmayo,
en esa eucaristía de la luz,
ensimismarme, desfallecer.
Oír la claridad con su dulce verbo.
Como quien abre un corazón
para encontrar un salmo.
Como el agua al zafarse del cauce
y adquirir la sustancia del vuelo.
Es todo tan dulce en la fronda
donde los pájaros trenzan
su catedral de puro gozo
que es un clamor el aire.
En el sueño, en su abrazo adolescente,
unos caballos gimen al ver
el yunque del aire, la soledad de las nubes.
No la perseverancia de la nieve,
ni el roto decir de los poetas.
Solo un fulgor que les abra los ojos.
El aire festejando la vigilia del aire
La virtud es el fuego
precipitándose en el agua.
Hacia la majestad del día
un heraldo de sombras comparece.
Es el insomnio, es la ebria
revelación de un milagro
que ocupa la mirada y la hace gemir
como caballos en un tumulto de sombras
cuando el día se desvanece.
Los árboles desobedecen al rigor del aire.
Anhelan la locuacidad del agua.
Abrevan en la rumorosa piel de la tierra.
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