17.6.24

Los dones de la luz


Contemplar el advenimiento del verano 

en las copas de los árboles.

Dejarse mecer por la umbría 

destreza de las claras ramas. 

Ahí, en su altivez sin desmayo,

en esa eucaristía de la luz,

ensimismarme, desfallecer.

Oír la claridad con su dulce verbo.

Como quien abre un corazón 

para encontrar un salmo. 

Como el agua al zafarse del cauce

y adquirir la sustancia del vuelo. 

Es todo tan dulce en la fronda 

donde los pájaros trenzan 

su catedral de puro gozo

que es un clamor el aire. 

En el sueño, en su abrazo adolescente, 

unos caballos gimen al ver 

el yunque del aire, la soledad de las nubes. 

No la perseverancia de la nieve, 

ni el roto decir de los poetas. 

Solo un fulgor que les abra los ojos. 

El aire festejando la vigilia del aire 

La virtud es el fuego 

precipitándose en el agua. 

Hacia la majestad del día 

un heraldo de sombras comparece. 

Es el insomnio, es la ebria 

revelación de un milagro 

que ocupa la mirada y la hace gemir 

como caballos en un tumulto de sombras 

cuando el día se desvanece. 

Los árboles desobedecen al rigor del aire.

Anhelan la locuacidad del agua. 

Abrevan en la rumorosa piel de la tierra. 



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