Gustav Meyrin escribió Der Golem, un librito expresionista, una manera de contar el complejo de Dios. El totémico Golem es la sustancia primeriza de la tierra, el grumo, el barro, el anhelo de lo porvenir. Si en el Crátilo el nombre es arquetipo de la cosa, la rosa está en la palabra rosa. Todo el Nilo en el ancho Nilo. Es de Borges la sentencia, la traigo sin consultar, confiado a la perseverancia de la memoria. Ahí habla de la vida, habla de su anverso, el mito del regresado, la leyenda del recompuesto. Todos los pájaros de Praga hacen sus defecaciones matutinas en la cabeza de su criatura. Cuando visité la hermosa ciudad en que fue impuesto al mundo, pensé en la tiniebla de la soledad de Dios. No son cosas que se piensen adrede, acuden a su antojadizo capricho. Creo recordar beber cerveza sin que hubiera un mañana con la cara del Golem mirándome, considerando qué podría esperarse de un turista tan rutinario. No lo seré, no querré serlo, pero hay asuntos de los que uno no se zafa, a los que se inclina con devoción, será mejor apartar ahora ese hilo de la historia. Queda Borges, queda Meyrin, queda mi Praga, esa maravilla de la que me prendé y a la que volveré, de la que dije que ojalá hubiese sido mi patria. No sé si la tengo, quién sabría eso. Qué sabremos de lo que Dios sintió al mirar a su rabino en Praga. No sabemos nada.
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