1.3.20
Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 26 / Zelig
Hay desarreglos cerebrales que explican comportamientos erráticos, desajustados de los comunes, imputables a la química, un lóbulo que de pronto se desquicia y no maniobra como debe, de modo que el aquejado de este desorden se mimetiza con el ambiente y adquiere el rol de quien tiene cerca, convirtiéndose literalmente en esa persona y procediendo a la manera en que procede esa persona, sin que en ningún momento se percate de la anomalía y, llegado al caso, en un extremo, hasta cancele toda conciencia de sí mismo y se crea el personaje que está, a ojos ajenos, representando. Es el llamado síndrome Zelig, en honor a la estupenda película de Woody Allen de 1983. No es un proceder censurable, habida cuenta de que la irrupción de esa persona impuesta a la realidad no es premeditada, ni obedece a un exabrupto creativo, pensado para conseguir un propósito. Uno comprende que la extravagancia a veces se granjea el aplauso del auditorio que la observa, pero el sujeto afectado por este delirio no busca ese aplauso, sino que se cree de verdad la trama que está representando. Podría parecernos que el síndrome en cuestión es una empatía extrema o enfermiza. A Zelig, el personaje de Woody Allen, al Zelig sobrevenido como enfermo (no es otra cosa), lo que le ocurre es que desea ardorosamente ser aceptado por los demás por lo que despliega un método de actuación que palie esa carencia. Es un camaleón invertido: no anhela pasar desapercibido al adoptar la impronta ajena, sino justamente lo contrario, la claridad, la exposición continua. Siendo invisible, uno puede ser cualquiera. Ser todos es, paradójicamente, no ser nadie. En la vida de a diario, en su trasegar a veces febril, hay zeligs a cada paso. No lo bordan, no hay una interpretación perfecta, ni siquiera el camaleón copia cada rasgo e imita cada gesto de la persona a la que dobla, no hace falta. Basta un pequeño detalle, asentir cuando el otro asiente, negar si el otro niega, decir los mismos chistes que el otro. Lo difícil ahora es no ser Zelig, actuar genuinamente, por decirlo de alguna manera. No está bien visto hacer lo que uno desea, se prefiere seguir el común ajeno, está más aceptado que andemos en comandita, sin que nadie se salga de la formación. El mundo es de Zelig, está hecho para que nadie destaque, pero también sin que nadie pase desapercibido. Solo hay que mirar las redes sociales. Cómo habría disfrutado en ellas nuestro personaje, qué felices jornadas de transustanciación ideológica o moral o estética (qué más da) habría tenido el bueno de Zelig, ese falso invisible.
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