Fotografía: Gregory Crewdson
Hay algunos cuentos de Carver en donde no pasa absolutamente nada. Yo mismo tengo días que son como cuentos de Carver. Días invisibles, sin presagios ni acontecimientos relevantes, invertidos en la sola empresa de que transcurran ajenos a sobresaltos, construidos sobre la firme creencia de que lo asombroso y lo fantástico sucede siempre en las novelas, en los cuentos o en las películas. De una variedad temática notable, a pesar de que todo nos parezca cercano y familiar, son cuentos en los que se entablan diálogos de una intimidad absoluta. Se respiran, se siente cómo crecen, parecen criaturas vivas a las que puedes tocarle el lomo y apreciar la dureza de la piel o el subir y el bajar del corazón. No hay un propósito que privilegie al lector o que indague en la naturaleza metalingüística de la obra. Lo que hay es un raspado brutal de lo real, una constatación inapelable de la épica de lo cotidiano. Como si se taquigrafiasen las pequeñas fotografías que, hiladas, ensambladas unas a otras, forman la realidad.
A veces la vida parece un cuento de Raymond Carver, uno de los tristes, me refiero. Hay por ahí uno de ellos que parece extraído de un confinamiento. No recuerdo el título, creo que tampoco toda la trama, solo guardo la impresión de tristeza, la de abatimiento. En los cuentos de Carver las palabras tienen la virtud maravillosa de sobrar, a pesar de que haya personajes que pronuncian muchas. Si se presta oído (quien lee sabe qué es eso) se percibe que las conversaciones pesan, tienen un volumen, pero ninguna de ellas cuenta más que otra. Es cómo se manejan entre ellos, la idea de que cada pequeña pieza colabora con la que tiene más cerca para que esa tristeza trascienda, ocupa un lugar, hasta duela. Carver es un maestro en eso. Sus cuentos (esta mañana he vuelto a leer un par de ellos, no mucho, hay cosas que hacer por la mañana) te hacen pensar en los cuadros de Hopper. Son buena pareja los dos. Lo que escribe uno, lo pinta el otro. Podrían intercambiarse las disciplinas y ser Hopper el que escribe y Carver el que hace los cuadros. Crewdson es un Hopper de la modernidad, tiene el mismo aliento (fino y severo) de cartografiar cada elemento de la soledad. El primer libro de Carver que leí y la primera obra de Hopper que vi me debieron causar una impresión parecida. La de desamparo. Ninguno la busca adrede, no se arrogan esa autoría. Son inductores de una sensación duradera, de la que no se zafa uno con facilidad. Mi amigo K. sostiene que ve cuadros de Hopper al cerrar los ojos. Me lo dijo en la barra de un bar, no hace mucho. Si cierro los ojos, Hopper me los abre, dijo.
Entra en lo posible que uno mire la realidad cinematográficamente cuando casi nunca miramos el cine desde la óptica de la realidad. En esto siempre acudimos a la antigua conversación sobre los dominios de la ficción y siempre confirmamos la injerencia de lo fabulado sobre lo real sin que ninguna de esas dos entidades posea privilegios de los que la otra carezca. El motel de carretera de la fotografía, al parecer sito en Carolina del Norte, es el mismo motel de carretera de cientos de películas y probablemente engrose unos pocos más de cientos en la historia. Pienso en Carver y en Hopper y en James Cagney y no tengo argumentos fiables para justificar estos tres prebostes de la cultura yankee. Sé, no obstante, que ejerce un hechizo difícilmente sobornable. A diferencia de los cuadros de Hopper que me gustan, aquí no hay personajes vacíos, infatigablemente solos, bebiendo, perdidos en alguna ensoñación, especulando sobre qué giro debiera dar el destino que les salve del caos al que han arrojado sus vidas. Todo eso está en los cuadros de Hopper y de alguna forma, solapadamente, está también en esta fotografía inflamada de tópicos, pero poética (a mi modo de ver la poesía) al modo en que hay lirismo en un cuadro de Sorolla (qué pena no vivir cerca de Madrid y no haber podido asistir a la celebración más reciente de su pintura) o en excursión a pie por la montaña. Soy un depredador de imágenes y son éstas las que devoro con mayor fruición: me conducen a la ficción pura, me incitan a fabular, me convierten en un demiurgo de mis vicios, me facultan (para bien o para mal) en el antiguo oficio de inventar o de mentir. Hay mucho que inventar viendo esta fotografía: en una de esas habitaciones se estará cometiendo un crimen, un rufián sacrificable estará contando el botín de algún asalto menor o una pelandusca con ínfulas de actriz será la felatriz incansable del típico viajante. El cine abastece de recursos narrativos y la imaginación completa el discurrir mental de todos esos fotogramas falsos. La realidad es también un fotograma hilvanado a otro y así hasta construir un rollo continuo. La vida es cine negro de muy alta calidad. Como el metraje es tan largo, el guionista intercala melodrama, pasajes románticos, escenas lúbricas, trozos de musical y hasta comedia barata. Hay quien vive en serie B y quien conduce sus días y sus noches en clave Bergman, en modo adusto y estricto. Hay quien se enfanga en tramas tarantinianas y termina en un callejón con un par de cuchilladas en el estómago y quien se muere sin sobresaltos como si fuese un personaje de una película del Ivory más victoriano. Quien espera que llegue el amor y confía en que alguien asome antes de que los títulos de crédito inunden la pantalla.
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