15.3.20

Vivir




Va a costar no ofrecer la mano, ni dar abrazos. Lo de los besos ni se considera. Somos muy de tocarnos, tenemos esa facilidad, la de expresarnos con el cuerpo. Al cuerpo no hay quien lo supere en elocuencia. No sé por ahí arriba o más al sur, pero en estos pagos (se dice así, pagos, muy versátil la palabra) lo que siempre triunfó es la cercanía física, ese darse sin vacilación, esa donación pura del afecto que se abre y se cierra en un gesto y contiene el alma misma. Se cala rápido al corto en afectos: da la mano con cortedad, abraza a medias, no se involucra de verdad, besa con resignada convicción. Por eso cuesta esta convalecencia. Fuera de la familia, no sabe uno a quién va a besar, no hay nadie a quien entregarse, no tendrá a quien dar un abrazo, no se podrá ni siquiera apretar la mano con fuerza, vaciándose en el apretón, que es la manera de demostrar que dentro de ese gesto está uno entero y no se ha quedado ninguna brizna adentro. Es una prueba difícil la que se nos ha impuesto. La llevamos con entereza, se apremia uno a no confiscar el entusiasmo y levantarse con el ánimo intacto y montones de cosas que hacer en la cabeza. Ayer un amigo me envió un vínculo para ver online la tira de museos. He abierto un par de ellos. Una experiencia formidable. He visto El jardín de las delicias a toda pantalla. Un iluminado, El Bosco. He tenido una especie de epifanía óptica. Ha durado poco, ahora que lo pienso. Hubo en momento en que pensaba en qué más haría una vez que se cancelase esa efusión artística. Ahora (mientras escribo) se me vienen a la cabeza un par de asuntos que he ido aplazando (procrastinar, se dice) y de los que podría ocuparme, pero hay un tercero que me apetece mucho más. Haré lo que mi amigo A.: escribiré en una hoja los propósitos y los iré marcando, una vez se hayan ejecutado. Está el alma ociosa y no da uno abasto. Anoche trasnoché con una película japonesa de los años cincuenta. Vi (volví a ver) Ikiru (Vivir), una de las primeras obras maestras de Kurosawa. Me hizo no pensar en el Covid-19 ni en el confinamiento. Me hizo pensar en que no está todo perdido. El cine tiene esa condición: la de hacerte fuerte, la de proporcionarte un refugio, la de salvarte. El señor Watanabe de Vivir está todavía en mi cabeza. Todo sigue ahí, no hay manera de que se zanje esa presencia. Igual que él pretende vivir todo lo que no ha podido y reconciliarse con los demás y consigo mismo, hoy domingo (no un domingo cualquiera, ni siquiera un domingo parecido a ningún otro) haré lo que no he hecho nunca, trataré (en lo posible) de reconciliarme conmigo mismo, asunto que se aplaza con frecuencia y al que hay que dar asiento de vez en cuando, por ver si todo cuadra y podemos seguir hacia adelante, hacia donde sea, un lugar habrá. De momento, estamos en casa, tenemos todo el tiempo del mundo. En Vivir, se escucha a una muchacha cantar. 

"La vida es corta, enamórate, chica,
antes de que el rojo de los labios desaparezca,
antes de que la sangre caliente se enfríe.
No tendrás nunca asegurada la vida de mañana.

La vida es corta, enamórate, chica,
antes de que el color negro del pelo pierda su fuerza,
antes de que la llama del corazón se apague.
No volverá nunca a repetirse el día de hoy".




Y todo es cierto. Lo de que la vida sea corta y el rojo de los labios se desvanezca y la sangre se enfríe; lo del negro del pelo y hasta el mismo pelo y lo de la llama del corazón, pero sobre todo lo que tenemos más a mano y no va a repetirse de nuevo es hoy, este día, recluidos o en danza en la calle, encapsulados o en órbita, leyendo la prensa en el sillón (eso haré ahora) o guardando y sacando ropa en los armarios en el cambio de estación. Cuídense. 



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