31.3.20
Maestros
No sé la de veces que he admirado esta fotografía. Hay pocas que me eleven más el ánimo cuando decae. Es una de las representaciones más sencilla de la felicidad que pueda verse. No sabemos de qué se ríen, no tenemos más información que la evidencia de que lo están pasando bien en un grado extremo, pero hay un trasvase entre la fotografía y el que la mira y se acaba inundado de alegría, que es una felicidad pequeña, de andar por casa. El oficio de maestro, el que ejerzo, del que vivo y el que me hace vivir, en cierto sentido, da la posibilidad de que asistas a momentos así. No se organizan, no están programados; tampoco hay una manera previsible de hacer que se produzcan, pero de vez en cuando ocurren y se alcanza ese sentimiento de complicidad absoluta, de alegría brutal también, en el que el tiempo de ellos -recién empezado a andar, limpio y puro - y el nuestro - ya avanzado, con sus muescas y sus rotos - se une. Digo que no es algo que suceda a diario. Quizá ni siquiera esté bien que suceda a diario. Todo lo que se convierte en rutina pierde su deslumbramiento, su capacidad de seducción o de fascinación. Y digo también que yo he visto muchos como éste. He visto cómo se dejan la vida en la risas, en los juegos; cómo transmiten paz y armonía y cien cosas más que no sabría contar ahora a los que observamos desde afuera. Y sé también que no es afuera del todo. Los maestros, que somos afortunados en tantísimas cosas, vivimos con ellos y somos, en parte, considerando la imposibilidad de lo que digo, niños o niñas que se ríen cuando ven en la pantalla algo que les gusta, cuando los juegos del patio son la única verdad del mundo, cuando la vida es limpia y es pura y es hermosa. Y eso es precisamente lo que nos han quitado. Han cerrado la escuela y abierto los ordenadores, que son una herramienta útil (mucho, a decir verdad) pero huérfano de afectos, fría y reacia a todo lo que es verdad y convivencia pura. Por eso irrita que andemos los maestros en estos días de confinamiento tan de boca en boca. Hacen mal en criticarnos los que hacen. No saben que, en el fondo, es a ellos mismos a los que se están criticando. Ignoran que es en nuestras manos en donde está el futuro de un país. Que seremos mejores o peores personas por los buenos o malos maestros que tuvimos. No todos serán sensibles, tal vez alguno se aparte y no concite la admiración ajena, pero la mayoría trabajamos con infinito amor a lo que hacemos.
El maestro, el bueno, contagia felicidad. No creo que exista una transmisión de valores, formativos y cívicos, sin que la impregne la emoción de sentirse feliz haciéndolo, y los maestros nos sentimos felices en nuestro trabajo. Esa apreciación se nota más ahora, que no podemos asistir a él. El entusiasmo es el combustible de la educación. Educar es conseguir que la voluntad del niño, sus deseos, sus esperanzas, se amolden y se integren con los deseos y las esperanzas de la sociedad en la que está inmerso. Eso de la prosperidad y del mundo mejor que en ocasiones airean los políticos, henchidos de gozo, conscientes de estar diciendo las grandes palabras, no es un milagro, uno de esos prodigios del azar. El mundo, si va hacia un estado mejor del que posee, será por el concurso benefactor de la escuela, que es una especie de gran teatro en el que se mueve el maestro, que es un actor y desempeña todos los matices de la trama. Se adquieren esas formidables cosas si se van buscando desde edades tempranas, si la escuela, la escuela pública, de esa es de la que hablo, fija en su organigrama un pensamiento inamovible, uno que prime la imaginación, la originalidad, que fomente lo creativo frente a lo predecible, que haga madurar a quien estudia incitándole a confiar en el maravilloso juego que supone el estudio si lo hace con la libertad de la imaginación. Pero la escuela de hoy en día cree que la creatividad es un obstáculo, concibe al creativo como un elemento díscolo, poco o nada integrado en la obediencia debida al profesor. Quizá se le respete más y se le observe más, con todo lo bueno que trae observar con detalle y registrar lo observado, si el profesor permite que el camino no sea únicamente el que marcan las pautas o el que cae del cielo invisible de la administración, tan obcecada en las estadísticas, tan alegre en ir dando palos de ciego. Los palos de ciego a veces sangran.
Una de las obsesiones de la escuela es la de crear trabajadores del futuro, personal cualificado en el desempeño de los oficios que hacen que un país progrese. La escuela está pensada, desde donde sea que la piensen, para que restituya a la sociedad personal capacitado para que todo siga girando y no se rebaje jamás la formidable idea del bienestar. ¿Es malo todo eso? No, si se aliña con la diversión, si se viste con la originalidad, si se cocina con unos cuantos ingredientes traídos de casa, sin necesidad de que estén organizados en un papel colgado en un corcho. Si el maestro es feliz hará que lo que enseñe irradie felicidad, pero la felicidad del maestro, incluso la del más optimista y de una profesionalidad más orgánica, más pura y más viva, está continuamente zarandeada por quienes lo evalúan, por todos los que experimentan con su trabajo, con su amor indeleble hacia las disciplinas que trata de enseñar y con su absoluta convicción de que está en posesión de la verdad más redonda, la que menos se puede malograr por las embestidas de la injusticia o las modas del poder, la de la escuela como un bien irreemplazable, la de una especie de santuario laico de conocimiento, libertad, progreso y cordura. Falta cordura en el mundo en el que vivimos. Si alguna vez se aprecia que ha vuelto será porque algunos maestros han contribuido a que acuda. Ahora que las escuelas están cerradas, pienso que nunca han estado más abiertas. Se habla de ellas como casi nunca se ha hecho. Se habla de los maestros también, lo cual no está mal. Por una vez no es para decir qué buenas vacaciones tienen o si alguno ha sido vapuleado por algún alumno díscolo. Disruptivo, dicen ahora, qué bien está cambiar la velocidad de las palabras, su concurso en la conversaciones.
Por eso me parecen bien el Google Classroom, el Skype, el Moodle y cualquier otra herramienta habilitada para dar clase, todas contribuyen a que el marasmo no sea mayor, pero ninguna hará que un alumno ría con el corazón, mire al maestro con afecto, sienta que se le está llevando de la mano con respeto. Porque eso hacemos los maestros, muy resumidamente expresado: cogemos la mano de un niño y, pasado un tiempo, la soltamos. Ya la cogerá otro. La vida es una sucesión de gente que nos coge la mano y gente a la que se la cogemos. Nuestro trabajo es así de emocionante. La tecnología, la reclutada ahora para que este confinamiento no cancele el aprendizaje de un modo irreparable, es un milagro a nuestro alcance, pero no da con la clave verdadera, la del espíritu, la de los sentimientos. No se aprende si no hay emoción. Lo han dicho mil pedagogos y lo dirán mil más. Quienes no acepten eso, maestros, padres o cualquiera que entre en la discusión, están mirando hacia otro sitio o no han entrado jamás en una clase y han visto trabajar a un maestro. Lo que es un milagro cotidiano es la escuela. Ahora nos la han cerrado (consecuencia de esta anomalía que se ha cruzado en nuestras vidas) pero sigue funcionando. No estamos allí presencialmente, pero procuramos (desde casa) hacer que un poquito de ella llegue a las casas de nuestros alumnos. No es fácil, yo creo que incluso es enormemente complicado. De ahí que el trabajo se haya duplicado para los maestros. No es que echen menos horas de labor: son las mismas, repartidas de otra manera, organizadas de otro modo. Merecemos una consideración mayor en la sociedad. No la tenemos, en eso no hay duda. Quizá se nos acabe concediendo esa distinción moral. No, como en Japón, para que se nos reverencie cuando vamos por la calle como una autoridad de la sociedad, sino para que no se nos zarandee y desprestigie y piensen que nuestro oficio no es nada del otro mundo. Qué error. Nuestro oficio es uno de los más hermosos. Algunos salvan vidas, se ve hoy en día. Lo que se nos ha encomendado a nosotros es a construirlas, una vez que se han salvado, cuando han sido arrojadas al mundo y están perdidas y no hay una mano que las guíe. Ese es el contrato que hicimos cuando aprobamos una oposición y nos dieron las llaves de un aula. Ya mismo volveremos a ellas.
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