27.3.20

Cuerpo y alma



Sigo viendo a Nabokov corregir a Bernard Pivot en la televisión francesa cuando este le dice que es el padre de Lolita, una niña perversa, a lo que él contesta que no. Lolita es una niña a la que corrompen, son palabras suyas. Humbert es un señor inmundo, su oficio es la perversión., añade Nabokov, tocándose las gafas, no nervioso, pero sí incómodo con esa fijación en la paternidad, creyendo (tal vez) que le están acusando de haber creado un personaje abyecto, un pedófilo, lo peor que hay, se escucha al entrevistador. Ahora estoy mezclando la memoria de la entrevista real con injertos míos, conversaciones que se me ocurre que pudieron suceder, pero de las que no tengo certeza, de qué se tiene, pasado un tiempo. Lo veo también en una playa con un calzón a modo de bañador que le cubre más de media barriga y colabora a formarnos una imagen estrambótica del genio. De pronto estaba escuchando a Bud Powell (Woody Allen confiesa hoy en prensa que hubiese querido ser Bud Powell) cuando mi cabeza me ha impuesto esas dos imágenes. De un modo que no entiendo (me atrevería a decir que no habrá nadie que lo entienda) se ha suprimido la realidad que me circundaba (estaba asomado a la ventana, veía pasar unas nubes, me asombraba una vez más de que las calles estén vacías) y se ha impuesto esta otra, la de las dos fotografías de pronto sobrevenidas, irrumpiendo sin educación, cancelando cualquier otra ocupación que yo pudiera tener, insolentes y toscas, como ven. Nabokov hablando de Lolita, que fue real, tantas veces real, muchas más de las que él hubiese deseado, imagino, y Nabokov en esa playa, que no es una playa que yo pueda conocer. De hecho es una playa que dura un instante y solo está él, de pie en la orilla, con el bañador ridículo cubriendo un cuerpo extraño, parecido al de un hombre mayor al que le hubiese vencido la desgana y lo dejara ir a su aire. Tenemos una relación problemática con el cuerpo. Viendo a Nabokov, no se me ocurre que él sea el autor de Lolita: algo no cuadra, estoy desvariando. Como si la cara de Nabokov delatase una impostura, un fingimiento. Yo no soy Nabokov, dice esa cara. Miradme bien, no lo soy. El que escribe está por ahí adentro, no le interesa salir, dejadle, no le hagáis entrevistas, no le llevéis a la playa, no le calcéis ningún bañador con el que se le pueda hacer mofa. Haced eso. Limítense a leer, no quieran ir más allá, olvídense del nombre del autor y no deseen conocer nada más allá de lo que escribió. No quieran saber si era aficionado a cazar mariposas o jugaba espléndidamente al ajedrez. Si se casó tres veces (qué sé yo, para qué saber tanto) y no tuvo hijos. Si en el fondo hubiese querido ser Bud Powell y haber tocado en París la inmortal Body and soul. Se atropellan las imágenes en la cabeza, no sabes darles salida, no lo deseas tampoco. O son palabras. El porqué de unas y no otras, los motivos que te impulsan (es eso, un brío, un súbito ardor) a escribir o a tocar el piano. Bud está en otro confín de mi cabeza. Confinados los dos, los tres, los cuatro. Tantos.

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 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.