Nunca necesité razones para quedarme en casa, ninguna que me urgiera más que otras, nada que me hiciese dudar o me provocase uno de esas vacilaciones que no sabe uno manejar y terminar por zarandearlo o por hundirlo, en el peor de los casos. Hay quien está en casa con prescripción médica, forzado, contrariado. Si no acaece esa obligación, la pertinente, la decida uno o la manejen las circunstancias, danzan como posesos en la calle, la ocupan festivamente, ni se les ocurre pensar en qué hacer cuando regresen, de qué manera no caer en la desesperación y en el hastío, esos ejercicios de la tristeza. No es mi caso, no lo es en absoluto. Mantengo con mi casa una relación idílica. La entiendo y estoy por pensar que ella me entiende a mí. Hemos creado una relación, hemos formado una especie de vínculo. Creo que a veces incluso me llama cuando no estoy en ella. La escucho susurrarme amorosamente que vuelva o me parece que se lamenta por mi ausencia, a poco que afino y presto más oído. Quizá es un delirio mío, tengo muchos, pero su consistencia me hace vacilar, no hay manera de que aleje esa sensación de hechizo, aunque desoigo la llamada y no decaigo por más que insinúe. Sin embargo, soy de salir como otros son de no hacerlo. Porque adoro la calle, me fascina el runrún de la gente, las terrazas de los bares, las masas yendo y viniendo por las aceras, los coches emperrados en avanzar (aunque a veces no puedan) o el ruido alejando furiosamente al silencio (no te queremos aquí, no eres de los nuestros, silencio, nadie te ama). Por eso no me alteras lo más mínimo la idea de este enclaustramiento al que nos empujan. Lo razonable es que conviene a todos: a quien lo practica y a quienes lo padecerían afuera, si uno no se cuida en reservarse.
Está el bicho a sus anchas y no conviene cruzarse en una de sus cabriolas, he escuchado hoy. Era un viejo en la puerta de un súper. El bicho. Las cabriolas. Muy gráfico y muy divertido. No nos falta humor, aunque la procesión vaya por dentro (eso no lo escuché, pero es común hacerlo cuando algo malo sucede). No es solo la responsabilidad (no enfermar, no hacer que nadie enferme) sino cierta placentera urgencia en no hacer nada, en dejarse ir, en abandonar las costumbres a las que con tanto afán nos hemos entregado. Lo de no hacer nada es difícil, háganme caso. No todo el mundo está preparado para esa ausencia de actividad. La cabeza, cuando no se la tiene en acción, bulle y reclama lo que cree suyo, lo acostumbrado, que no es poco: ir, venir, hacer, cumplir, correr, ordenar. En cuanto le cambiamos el plan, se pone furiosa. Aburrirse, aparte de enfermedad de la gente feliz, es un síntoma de degradación cultural. Son tiempos en los que puede pasarte cualquier cosa menos aburrirte. El sistema está pensado para que tengas siempre a mano la herramienta que lo derrote. Se aburre el que no tiene con qué entretenerse. A K. le fascina que haya gente que no tenga esos estímulos: los de ver una película o leer un libro o hacer un puzzle de mil quinientas piezas o hacer un paisaje brumoso con pinceles, un lienzo y unos cuantos botes de pintura. A mi amigo M. se le caía la casa encima (era expresión de su madre) cuando enfermaba y no podía explayarse como solía en salidas a bares y a pubs (lo de entonces, ahora hay botellón también). Como M. era cercano, le relatábamos cómo había ido la noche anterior. Había esmero en el relato, hasta exageración, esa costumbre tan cordobesa, la de amplificarlo todo y la de hacer épico lo que es rutinario. Así que M. hacía esfuerzos sobrehumanos y se las componía para aparentar que estaba sano. Era el inverso al enfermo imaginario de Moliére. A veces funcionaba, debo decir. Salía a la calle y, a trancas y barrancas (otra expresión que me encanta) se desplazaba al pub favorito y se dejaba caer en la barra, amodorrado y débil, pero con los ojos como platos y el tubo con cerveza en la mano. Hoy pensé en M., tantos años después, en si habrá aprendido a no aburrirse, si por fin es capaz de sentarse en un sillón y meterse entre pecho y espalda (más expresiones maravillosas) una película de Robert Siodmak, de las largas. Quien nace lechón, muere cochino, decía mi abuela.
Es difícil confinarse a veces, quién lo duda. Una de las causas es la falta absoluta de hábito. Se nos ha enseñado que la vida está afuera, no en el recinto de las casas. Leemos cuando tenemos un rato, en huecos, pero no le dedicamos una mañana entera a leer. Voy a repetirlo: leer una mañana entera, no levantar la mirada de las páginas en horas, interrumpir la lectura si alguna urgencia física lo requiere o queremos beber agua o asomarnos a la ventana a ver qué pasa en la calle. En lo que a mí respecta, hace años que no lo hago. Hay noches en que practico esa costumbre, pero es tiempo robado al día, cansancio que luego cobra su peaje y no das pie con bola (más expresiones maravillosas). Esto del quedarse en casa es una prueba durísima, háganme caso. Habrá quien salga tocado de la experiencia. Lo malo será que le pillemos el gusto y deseemos en adelante concedernos la dicha del abandono, la reclusión como fármaco que rebaje la velocidad de las cosas, todas esas cosas que nos tienen continuamente en pie, yendo de un sitio a otro, cumpliendo plazos, dando tiempo a todos los demás, pero sin reservarte ninguno para ti. En fin, veremos qué pasa. De momento la cosa va bien. Hemos desayunado como todos los días y ahora estoy escribiendo. Nada nuevo.
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