En la presentación de un libro, no hace mucho, a poco de que tocara que el autor me manuscribiera la dedicatoria, escuché a alguien darle las gracias. "¿Por qué?", preguntó el autor. "Por escribir", cerró un poco apurado el solicitante, al que se veía muy nervioso, como ardorosamente conminado a zanjar la conversación y, sin embargo, hacerle ver su gratitud. Es eso lo que siento hoy al enterarme de la muerte de Uderzo, el dibujante de Astérix. Me pasa cada vez que muere alguien a quien admiro, pero más que la admiración está eso, la gratitud. Se agradece el talento y la voluntad de difundirlo. Hay gente con un talento enorme que pasa desapercibida, gente que nos haría más felices y a los que, si viésemos por la calle, cosa que no ocurre nunca, tendríamos que tenderle con infinita sinceridad la mano y expresarle nuestro agradecimiento, decirles que nos han agasajado con su trabajo, hacerles comprender que una parte de nuestra intimidad les pertenece. Como somos prudentes, no los abordamos con esa determinación, pero qué alegre sería ese momento mágico. Astérix es una institución en mi casa. Lo ha sido para mis hijos y lo fue para nosotros antes de que esos hijos viniesen al mundo. En parte, aprendieron a leer con las aventuras de la aldea irreductible; no hay que desdeñar al Mortadelo y Filemón de Ibáñez. Entre los dos se pueden construir un recipiente perfecto al que ir arrimando todo lo que viene después. La cultura entra así, un poco a lo tanto, sin que apreciemos que nos estamos impregnando de ella. La felicidad contiene pedacitos bruñidos o sin bruñir de esa cultura de andar por casa, deliciosa y extraordinariamente emotiva una vez que el tiempo hace de las suyas y volvemos a los lomos de los libros de Salvat y vamos pasando con sonrisa inocente todas esas antológicas páginas. Ah, y no fue el coronavirus maldito. Ha sido la vida la que lo ha matado, cualquiera se pondría en su lugar. Tan mayor, tan generoso, tan maestro.
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